El presidente de Nicaragua, Daniel Ortega. (Foto: AFP)
El presidente de Nicaragua, Daniel Ortega. (Foto: AFP)
María José Guerrero

La historia republicana de es un rosario de gobiernos autoritarios, dictaduras familiares y golpes de Estado. En el 2006, luego de dos períodos de gobierno del partido liberal del infame expresidente Arnoldo Alemán –sentenciado por lavado de dinero, fraude y malversación de fondos–, la población se vio confrontada a una elección presidencial entre una derecha dividida, manchada por los excesos y la corrupción de Alemán, y , exguerrillero comunista que detentó el poder de manera autoritaria de 1979 a 1990.

Alemán pactó con Ortega una reforma a la ley electoral que bajó al 35% la valla electoral para ganar en primera vuelta, cifra a la medida del bolsón de votantes del exguerrillero. Ortega se hizo cómodamente del sillón presidencial y se dedicó, desde un inicio, a aplicar la ya conocida fórmula de gobiernos totalitarios; progresivamente secuestró las instituciones del Estado, tomó control de las fuerzas armadas, silenció a la prensa independiente y criminalizó a la disidencia. La dictadura de la familia Ortega lleva ya diecisiete años atornillada al poder.

Con el fin de camuflarse de apariencias democráticas, sin embargo, el régimen organiza elecciones amañadas cada cinco años. Desde las protestas del 2018, en las que perdieron la vida más de quinientos manifestantes a mano de las fuerzas estatales y paramilitares, la oposición y la comunidad internacional han redoblado la presión a la dictadura por una reforma electoral que brinde garantías mínimas para los comicios de noviembre del 2021. El 4 de mayo, el Congreso oficialista aprobó un espejismo de reforma que, según un comunicado del Departamento de Estado de Estados Unidos, “es una legislación que negará al pueblo de Nicaragua unas elecciones genuinas y libres”.

Estas medidas no responden a las reformas solicitadas por la Asamblea General de la Organización de Estados Americanos (OEA) de octubre del 2020 y “no prevén la presentación oportuna y transparente de resultados, ni la presencia de observadores nacionales e internacionales; y, además, establece nuevos obstáculos para excluir la participación de candidatos del proceso electoral”. Asimismo, de manera alarmante se otorgan poderes a la desprestigiada Policía Nacional para prohibir reuniones de partidos políticos y actividades de la campaña electoral. En esa misma sesión, el Congreso nombró ocho magistrados para el Consejo Supremo Electoral, todos subalternos a los intereses de Ortega.

En los últimos días la dictadura intensificó el hostigamiento a miembros de la oposición y la prensa: el estudio de grabación de los medios “Confidencial” y “Esta Semana” fue saqueado por la policía del régimen por segunda vez, mientras que la precandidata presidencial Cristiana Chamorro fue implicada en un supuesto caso de lavado de activos y, con ella, una decena de periodistas independientes han sido citados al Ministerio Público. Según Chamorro, la acusación en su contra “es un atropello más a la democracia, al derecho del pueblo a elecciones libres, a la libertad de expresión, al periodismo independiente y al respeto a nuestros derechos humanos”. Para agregar insulto al agravio, el Consejo Supremo Electoral (CSE) canceló la personería jurídica del Partido de Restauración Nacional (PRD), mediante el que se presentaría a las elecciones la opositora Coalición Nacional.

Los abusos de la dictadura en Nicaragua deben ser denunciados ante la comunidad internacional, que, a través de los recursos que permite la diplomacia, ha de apoyar a la sociedad civil en su lucha por la libertad y por llevar a cabo unas elecciones creíbles y justas.