Cuando el coronavirus comenzó a empujar a Estados Unidos a una cuarentena en marzo del 2020, Joshua Coleman, un activista antivacunas, se conectó a Facebook Live para dar a sus seguidores un discurso de protesta. Expuso lo que pensaba que era realmente la pandemia: una oportunidad.
“Esta es la única vez en la historia de la humanidad en la que todos los seres humanos en este país, posiblemente en todo el planeta, pero especialmente en este país, estarán interesados en la vacunación y las vacunas”, dijo. “Así que es hora de que eduquemos”.
Con “educar” se refería a difundir información errónea sobre las vacunas.
El enfoque que Coleman mostró en su aparición de casi 10 minutos, convirtiendo un evento negativo en una oportunidad de márketing, es característico de los antivacunas. Su versatilidad y capacidad para leer y asimilar el idioma y la cultura de diferentes grupos sociales ha sido clave para su éxito. Pero el discurso de Coleman también encapsuló una campaña de un año. Durante esta, el movimiento antivacunas ha maniobrado para explotar lo que Coleman llamó “una posición única en este momento”.
En los últimos seis años, los grupos y líderes que se oponen a la inmunización han comenzado a organizarse políticamente a un nivel nunca visto. Han fundado comités de acción política, formado coaliciones con otros distritos electorales y construido una vasta red que ahora es la base de la oposición a las vacunas por parte de grupos conservadores y legisladores en todo Estados Unidos. Han adoptado conceptos de sentido común –como, por ejemplo, que los padres deben criar a sus hijos como mejor les parezca y que las decisiones médicas deben ser autónomas y privadas– y los han deformado de manera que han retrasado décadas de avances en salud pública.
El poder de la movilización de las personas que están en contra de las vacunas es particularmente evidente ahora que se está haciendo un esfuerzo por proteger a los estadounidenses del COVID-19. Apenas alrededor del 61% de los estadounidenses mayores de edad están completamente vacunados, lo que no es suficiente para brindar protección nacional, a pesar de que las vacunas son gratuitas y son la mejor herramienta para mantener a las personas fuera de los hospitales.
Pero aquellos que están desconcertados por la enorme influencia del movimiento antivacunas deben comprender cuán cuidadosamente sus líderes han navegado hasta este punto.
La vacilación frente a las vacunas ha existido desde el desarrollo de la primera (hace más de 200 años). Pero el brote de sarampión del 2014-2015, que comenzó entre los visitantes, en su mayoría no vacunados, de Disneyland, en California, y que provocó más de 125 casos, despertó a la nación frente a la amenaza de esa vacilación. La única razón por la que el sarampión se había afianzado fue porque en zonas del país con bajas tasas de vacunación se había erosionado la inmunidad colectiva.
En los años previos a dicho brote, las vacunas no habían sido un tema partidista en Estados Unidos. Pero algo estaba cambiando. Políticos como Chris Christie y Rand Paul pidieron respetar la elección de los padres de vacunar o no a sus hijos (aunque Christie dio marcha atrás después).
Mientras tanto, la protesta pública conllevó al descubrimiento de que el brote comenzó con niños no vacunados, y todos, desde las mamás del fútbol hasta los presentadores de televisión, criticaron a los padres que se negaron a vacunar a sus hijos.
Los activistas antivacunas utilizaron el brote de sarampión y otros para afirmar que los funcionarios públicos obligarían a las personas a aplicar vacunas “dañinas”. También encontraron nuevas formas de cortejar a los políticos, especialmente a aquellos que se enorgullecen de oponerse al sistema.
Las organizaciones antivacunas también comenzaron a recaudar fondos en serio, aportando millones de dólares, tanto de donantes ricos como vendiendo miedo. Usan este dinero para crear propaganda ingeniosa para audiencias más grandes, como una serie de películas contra las vacunas (“Vaxxed”), que proporcionó un modelo para películas de negacionismo pandémico, como “Plandemic”. Y donan fondos a los políticos que esperan conquistar.
En un estado tras otro de Estados Unidos, los opositores a las vacunas han aprovechado gradualmente a sus partidos republicanos estatales y locales para sus fines, montados en la ola de “libertad” que se ha vuelto tan central en los mensajes de los partidos en la actualidad. De ahí el matrimonio perfecto entre los activistas contra las vacunas y los grupos que protestan contra las mascarillas y las cuarentenas.
En el 2020, por ejemplo, los antivacunas se unieron a grupos antimascarillas en Ohio para apoyar un proyecto de ley que buscaba restringir la capacidad del Departamento de Salud de emitir órdenes de cuarentena y permitir que los legisladores rescindan las órdenes del Departamento de Salud. Aunque el intento fracasó, los legisladores republicanos finalmente lograron en el 2021 prohibir que las escuelas públicas y las universidades requieran la vacunación contra el COVID-19 antes de que las vacunas tuvieran la aprobación total de la FDA.
Aunque los líderes del movimiento antivacunas no podrían haber sabido que se avecinaba una pandemia, estaban más dispuestos a aprovechar el momento con sus mensajes que los expertos en salud pública y los formuladores de políticas para combatirla.
La naturaleza del proceso científico durante una pandemia, con su incesante afluencia de nuevos datos y su comprensión en constante evolución, hace que la comunicación sobre la salud sea increíblemente desafiante. Esa realidad, combinada con mensajes fallidos de las agencias de salud pública, ha envalentonado a los antivacunas.
Los estadounidenses que buscan luchar contra el movimiento antivacunas deben aprender a utilizar las mismas herramientas de retórica política y movilización, a hablar en contra de la desinformación y a invadir las líneas telefónicas de los legisladores para oponerse a proyectos de ley que dañan la salud pública.
La vacilación del Partido Republicano frente a la vacuna contra el COVID-19 amenaza con prolongar esta pandemia. También amenaza la capacidad de Estados Unidos para combatir otras enfermedades del pasado y del futuro.
–Glosado, traducido y editado–
© The New York Times
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