En unos días llegamos al 28. Otra vez el Congreso, los discursos y el desfile, mientras que la inmensa mayoría aprovecha el feriado para estar con amigos o con la familia, o sencillamente invierte el tiempo en lamentar las omisiones de un mensaje presidencial que, por definición, es tedioso y rimbombante en datos que pocos entienden y que sentimos alejados del día a día. El 28 cumple con aquello de que ¡aquí no pasa nada!
Pero, a decir verdad, mientras no pasa nada pasa de todo. Llevamos años siendo testigos de un descalabro que no tiene final a la vista. Entre los daños a las instituciones –algunas convertidas en auténticas caricaturas de lo que fueron– y la incesante proliferación de normas adscritas a intereses contrarios al estado de derecho y al desarrollo de un país necesitado de justicia y ética, de salud, educación, trabajo y seguridad, llegar al 28 parece ser solo el inevitable destino que nos depara el calendario: una fecha por la que hay que transitar, sin que haya motivo que justifique una celebración. Por el contrario, sobran razones para lamentar el penoso espectáculo que protagonizan quienes deben velar por el bien común y un futuro prometedor para todas y todos. ¿Recuerda usted el Bicentenario? Y, ¿qué ocurrió? Pues, nada. Antes de ir hacia adelante, aceleramos el retroceso. De locos.
Faltan ideas nuevas, mejores hipótesis y categorías que nos ayuden a entender cómo llegamos a este punto que excede los límites de lo imaginable. Cuando la corrupción y la mentira se tienen por hábito en innumerables espacios; cuando se normalizan las actividades económicas ilegales y a veces encarnan en proyectos legislativos; cuando esto sucede en nuestro entorno, junto con otros hechos del mismo calibre, sin que la indignación se traduzca en protesta, o por lo menos en sincera indignación, debemos admitir que algo ha sucedido en la historia de nuestro país; y que, sin la debida comprensión del problema –o de los problemas–, será muy difícil encauzarnos. Los marcos interpretativos del siglo XX resultan insuficientes frente a una realidad que los rebasa y cuya complejidad excede lo previsible.
Ciertamente, quedarnos en el lamento nos hundirá más. Donde no haya esperanza, debemos inventarla. Para levantar la cabeza hay que empezar asumiendo que tenemos un problema gigantesco y múltiple ante nosotros. Además de reconocerlo como tal, debemos ser conscientes de que no lo vimos venir ni somos aún capaces de apreciar su envergadura ni sus efectos a largo plazo. Obviamente, también hay que querer resolverlo. No basta comprenderlo. Se necesita compromiso político para avanzar en su solución. No hay uno sin lo otro, pero en este momento no hay ni lo uno ni lo otro. El discurso político se ha empobrecido. Se prefiere la calumnia y el prejuicio al diálogo, a la cultura y a una actitud reflexiva que contribuya a entender lo que nos sucede como sociedad, y que nos permita definir el camino a seguir.
Este 28 dejemos en paz a San Martin, sus sueños y proclamas. Pensar en el Perú y sus problemas es una urgencia. Requiere voluntad, compromiso y, sin duda, amplitud de miras y honestidad.