La réplica de J. C. de la Puente al artículo de Carmen McEvoy permite abrir la discusión a una serie de temas que merecerían debatirse más ampliamente, en encuentros académicos o en la prensa.
De la Puente subraya la necesidad de explicar el rol que le cupo a Unanue, y a los de clase, “en la forja del Perú de injusticias y desigualdades del siglo XIX”. La mirada crítica desde la historia que reclama De la Puente es importante. Relatos desde el poder que exalten las virtudes republicanas de personajes que se baten en la conquista de derechos cívicos (libertad de expresión, derechos de propiedad, de reunión, etc.) no alcanzan. T. H. Marshall advierte que los derechos civiles conviven con las amargas exclusiones y condiciones laborales del capitalismo inglés del siglo XIX. Las luchas por los derechos sociales son las que levantan alertas en el sistema de explotación de la fuerza de trabajo “libre” y de los derechos “ciudadanos” de disfrute individual. Así, enarbolar la lucha por la libertad de asociación sindical, por el límite de edad en las minas –excluyendo a niños– despierta los despidos de la patronal, la represión de las fuerzas de seguridad y expone las resistencias del ‘establishment’ ante cualquier “traba” al proceso de acumulación del capital.
Dejo este punto amplísimo para comentar la figura de Hipólito Unanue descrita por De la Puente: el prócer, pensador, colaborador del “Mercurio Peruano” y el propietario de esclavos en su hacienda. Como no soy historiadora sino socióloga, diré algo sobre la esclavitud en su tiempo (principios del siglo XIX). En Europa, la lucha por las libertades ciudadanas alcanzaba al hombre blanco. Pugnaba por cambiar las leyes europeas, donde la libertad era una condición, por lo general, transmitida por “sangre” (a los criollos y, en el límite, a mulatos). En las Américas, la esclavitud era la moneda común en las repúblicas y colonias, con excepciones (Chile y México). Y Haití, república de exesclavos negros.
Las potencias europeas, Estados Unidos y Brasil no van a reconocer la libertad de los esclavos sino después de la muerte de Unanue (1833). En definitiva, la esclavitud era un escenario tristemente “normalizado” en vida del viejo Unanue. Lo que no quiere decir que no se levantaran voces de denuncia, pero estaban lejos de ser voces de consenso.
Hacia la década de 1850, el escenario cambia notablemente. José Unanue, el hijo que infló el monto de indemnización por sus esclavos, ya convive con las ideas abolicionistas y con las del statu quo. Pese a ello, hasta 1850, en EE.UU., diez de los doce presidentes fueron propietarios de esclavos (las excepciones: John Adams y John Quincy Adams). Habrá que esperar a finales de la década para que los ciudadanos en el norte –donde el sentimiento antiesclavista era, asimismo, proclive a sentimientos racistas contra los negros– acepten gradualmente la causa abolicionista en toda la Unión. Nótese que Lincoln antes de la guerra se oponía a la esclavitud, pero no abrazaba la causa abolicionista que, pensaba, acrecentaría los “males” del país. Se menciona el paseo de Unanue y O’Higgins –otro propietario de esclavos–, en 1820. Pues bien, Lincoln mantenía relaciones afectuosas con su suegro y familia política, los Todd, propietarios y comerciantes de esclavos en Kentucky. En 1847, Lincoln visita y permanece tres semanas con ellos y “sus” esclavos. Así pues, ambos mundos, el esclavista y el otro, no necesariamente abolicionista pero donde no había esclavos, convivían en la época. Muchas veces en términos “amables” para los paseantes, distanciados de sus tristísimos entornos.
La mentalidad que concibe un mundo sin esclavos se forja con los siglos, desde el esclavo “criatura de Dios”, que merece un trato “misericordioso” en el XVI, hasta la representación de ese sujeto como “hombre libre”, a mediados del XIX, pero que no es la de un “ciudadano” pleno. Para esto habrá que esperar al siglo XX.
Volviendo a la figura de Unanue, sería bueno distinguir entre estas dos generaciones, la de 1820 y la de 1850, entre el padre y el hijo. Porque esa distancia temporal es significativa en la forja de las ideas sobre la esclavitud y el abolicionismo en las Américas.
El bicentenario puede dar pie a una reflexión sobre nuestros relatos que se construyen desde el poder y los otros, desde los márgenes. Y, eventualmente, abrir la discusión para mirar con sentido crítico esas “entrañables” representaciones épicas de nuestros héroes-estatua, lo que nos permitiría, eventualmente, perfilar a los próceres con sus hondas “contradicciones” humanas y de clase como sostienen los dos historiadores en sus diferentes textos y desde diferentes enfoques. Vinculando –y no retirando– esas figuras históricas con los mecanismos del tiempo en que vivieron.