La inmunidad parlamentaria es una vieja institución constitucional, se discute si de origen francés o inglés. Es una reliquia en proceso de desaparición que, en sus fundamentos históricos, buscaba proteger a los congresistas contra todo abuso de poder.
El rol legislativo y de fiscalización del Ejecutivo y, en general, de los altos funcionarios del Estado, generalmente es fuente de conflictos que, a lo largo de la historia, ha dado lugar al uso del poder penal para truncar el rol parlamentario. Por ese motivo, como lo hiciera la Carta Magna de 1979, la actual Constitución de 1993 establece en el artículo 93 que los congresistas “no están sujetos a mandato imperativo ni a interpelación”. Tampoco son responsables “por las opiniones y votos” en el ejercicio del cargo, y en caso de delitos comunes no “pueden ser procesados ni presos sin previa autorización” del Congreso, salvo delito flagrante.
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Esta protección constitucional es una forma de discriminación positiva, una excepción manifiesta al principio de igualdad. Los congresistas no son iguales ante la ley penal, a diferencia de cualquier ciudadano: son “inmunes” al poder de los jueces. Sin embargo, la historia reciente no da cuenta de una inmunidad usada como escudo frente a persecuciones políticas contrarias a una noble y valiente función congresal, sino como mecanismo de impunidad. Casos como los de Edwin Donayre (el “gasolinazo”), Benicio Ríos o José Anaya Oropeza (caso “come pollo”) demuestran el uso perverso de la inmunidad como una barrera injustificada ante la necesaria persecución de delitos cometidos incluso antes de la función congresal y en el ejercicio de otras funciones públicas.
La posible eliminación de la inmunidad por el propio Congreso, mediante la reforma constitucional aprobada recientemente y necesitada de confirmación en la actual legislatura, más allá de ser vista como una medida populista, no es una decisión injustificada sino muy necesaria. Es el posible fin del modelo de inmunidad-impunidad. Y aunque el texto aprobado pretende aún la impunidad de todo acto congresal porque establece que los congresistas no serán responsables por las acciones “inherentes a la labor parlamentaria que realicen en el ejercicio de sus funciones”, ello no puede ser un cheque en blanco sino una protección solo cuando el congresista obre “en cumplimiento de un deber o en el ejercicio legítimo de un derecho, oficio o cargo”, como lo indica la eximente del artículo 20 numeral 8 del Código Penal, cuya aplicación o no en un caso concreto, compete exclusivamente a los jueces y no a los congresistas.
Mientras la inmunidad rige frente a delitos comunes, para los delitos de función, como los de peculado, colusión, corrupción o enriquecimiento ilícito, rige el antejuicio constitucional (artículo 99 de la Carta Magna) en favor de los altos funcionarios del Estado, en este caso los congresistas, jueces y fiscales supremos, miembros del Tribunal Constitucional (TC), etc. Ante un presunto delito cometido en el ejercicio del cargo, deben primero ser investigados y acusados por el Congreso. Sin ello, la fiscalía y el Poder Judicial no pueden procesar al alto funcionario. Otra institución diseñada para resguardar a las autoridades más importantes frente al abuso de poder, pero que ha sido también instrumentalizada para trabar procesos por delitos graves. Las acusaciones constitucionales tardan años en decantarse y se aceleran o ralentizan según los intereses de la mayoría parlamentaria.
La derogación de la inmunidad no puede ser una moneda de canje para eliminar, como se pretende, el antejuicio constitucional que hasta el momento protege a los ministros y la regla que impide procesar al presidente durante su mandato. Una reforma que terminaría por debilitar al Ejecutivo y haría del presidente una presa fácil de cualquier mayoría congresal, trastocando el equilibrio de poderes que debe resguardarse en toda democracia.
La inmunidad parlamentaria debe ser eliminada y el antejuicio constitucional rediseñado para que sea la Corte Suprema o el TC el que procese estos casos por delitos de función cometidos por los altos funcionarios que ostentan el máximo poder público. Si “otorongo no come otorongo”, la decisión sobre los límites de un privilegio no puede tomarse en los fueros políticos sino bajo parámetros jurídicos, con la predictibilidad propia de un Estado de derecho.