Fernando  Bravo Alarcón

La comprensión y tratamiento de los ha evolucionado al compás de los avances de la ciencia y sus aplicaciones. Si hasta antes del famoso de Lisboa (1755) primaban las explicaciones mágico-religiosas, esa calamidad dio lugar a las primeras reflexiones racionales acerca de si el hombre, más que Dios, era el principal responsable de la magnitud con que ese sismo había golpeado a la capital portuguesa.

En la actualidad, las ciencias aplicadas llevan la voz cantante en materia de gestión de riesgos y desastres. Si bien todavía algunos peruanos creen que estos últimos son producto del “castigo de Dios”, las demandas de ingenieros, de reconstrucción material, de monitoreo de las amenazas físicas, de la cuantificación de daños, e incluso de predecir la ocurrencia de fenómenos naturales, se hacen necesarias y deseables.

Es a los expertos de las ciencias aplicadas a los que se les pide las primeras explicaciones luego de que un evento destructivo haya golpeado a determinada población. Su especialización los habilita para plantear y poner en marcha criterios técnicos, recomendaciones y propuestas de política orientados a atenuar el impacto de futuros peligros. Recuérdese el papel de ingenieros como Alberto Giesecke o Julio Kuroiwa, que con gran pasión se dedicaron a estudiar la aún misteriosa dinámica telúrica del Perú.

Sin embargo, hay aspectos de los desastres en los que los técnicos e ingenieros podrían dar paso a otras miradas. Tal es el caso de la comunicación y participación de la comunidad, pues si en algo tiene dificultad la gestión de riesgos es en su capacidad para fortalecer una cultura preventiva, comprometer a la población, comunicar asertivamente sus hallazgos, conectar con la idiosincrasia de la gente y desarrollar una memoria histórica post desastres. De hecho, una idea fuerza que el paradigma de las ciencias aplicadas en materia de riesgos no ha logrado apuntalar entre gobernantes y gobernados es que poseemos un territorio, infraestructura y clima proclives a originar amenazas naturales y tecnológicas que, en contacto con nuestra vulnerabilidad, se convierten en desastres.

Otra complicación aparece cuando las reacciones post desastre se politizan y la ayuda no fluye debidamente hacia la población damnificada. Los casos de la inacabada recuperación del sur chico, luego del terremoto del 2007, o la aún pendiente reconstrucción del norte tras El Niño costero del 2017, son bastante expresivos. Fuera del Perú existe literatura que abona a la relación entre desastres y política: se argumenta que el terremoto de Nicaragua de 1972 contribuyó a la caída del régimen somocista, tras comprobarse el manejo corrupto que hizo de la cuantiosa ayuda internacional recibida.

Como pasa en muchos otros asuntos de interés público, el de los desastres amerita un abordaje integral, comprehensivo. El aporte de las ciencias aplicadas es valiosísimo e irreemplazable, pero se necesitan contribuciones adicionales desde las ciencias sociales, las ciencias de la comunicación y la gestión pública. Si los países caribeños forjaron una cultura sobre huracanes, algo semejante frente a El Niño y los terremotos está pendiente por acá.