En el primer trimestre del 2019, la policía mató a un promedio de siete personas al día en Río de Janeiro. Aún más atroz es el hecho de que las fuerzas de seguridad del Estado son responsables del 38% de las muertes violentas en la ciudad.
Muchos de estos asesinatos se concentran en operaciones policiales, supuestamente dirigidas a narcotraficantes, en los barrios marginales (favelas). Estas son realizadas por un equipo que incluye autos blindados, helicópteros y francotiradores. La campaña ha causado la muerte de muchos civiles inocentes. El 20 de setiembre, Ágatha Vitória Sales Félix, de 8 años, fue golpeada en la espalda por una bala de la policía mientras viajaba con su abuelo en una camioneta. Murió antes de poder llegar a un hospital.
Es difícil recordar que en el 2016 Río de Janeiro fue la sede de los Juegos Olímpicos de Verano. La ciudad parecía estar en el camino hacia la prosperidad en los años venideros. Pero en solo tres años, esa imagen de Río ha desaparecido. ¿Qué ha ocurrido?
En primer lugar, una sucesión de crisis políticas, económicas y de seguridad en Brasil llevó a sus ciudadanos a una profunda desconfianza hacia los políticos tradicionales. Pronto empeoró la violencia. En el 2014, se registraron 1.552 homicidios en la ciudad. En el 2017, el total se elevó a 2.131. Entre las muchas causas se encontraba el declive de la política de “pacificación” de las favelas. Bajo esa política, el gobierno trató de crear una fuerza policial comunitaria, llamada Unidades Policiales Pacificadoras, y asignada para resolver conflictos entre pandillas de crimen organizado. El programa fracasó debido a la falta de recursos.
Tanto entonces como ahora había una gran demanda para erradicar la corrupción rampante entre la clase política. En las elecciones del 2018, esto condujo a la victoria de los forasteros que prometieron una nueva y dura renovación del sistema político para frenar la violencia. Los brasileños eligieron a quien fuera capitán del Ejército Jair Bolsonaro como presidente, y los votantes del estado de Río de Janeiro escogieron al exjuez y exmarino Wilson Witzel como gobernador.
En general, hay dos caminos posibles para combatir este flagelo. El primero es pacificar a los proveedores y traficantes ofreciéndoles entrada a la sociedad en general. El segundo es martillar a los criminales con violencia en su guarida.
El gobernador Witzel ha optado por lo segundo. Llama terroristas a los narcotraficantes y otros criminales y defiende el uso de francotiradores para atacarlos en las favelas.
Brasil se encuentra en la peor recesión económica de su historia reciente; otro es el cisma político entre partidos políticos que se acusan mutuamente de corrupción.
Al mismo tiempo, la ciudad de Río produce casi el 70% del petróleo de Brasil y ha sufrido no solo los impactos de la disminución mundial de la demanda de petróleo, sino también las pérdidas de Petrobras, la empresa más grande de América Latina, cuando se encontraba en el centro de los escándalos de corrupción. En Río, en el 2018, más de 10.000 negocios cerraron en la ciudad.
La tragedia de Río de Janeiro no era inevitable. La solución consiste en seguir políticas de seguridad pública basadas en datos, investigación y análisis, no en avivar el miedo o la ira del público.
Específicamente, los nuevos gobiernos podrían haber trabajado para hacer la vida más llevadera a las familias afectadas por la pobreza en las favelas financiando bibliotecas y escuelas, y construyendo un sistema de tránsito para que los padres pudieran ir y volver de buenos trabajos.
Brasil ha sido durante mucho tiempo uno de los mercados de cocaína más grandes del mundo, pero no debería haber insistido en una estrategia de guerra que ha fracasado en todos los países que la han utilizado, especialmente México y Colombia. Los brasileños, particularmente en Río, deben encontrar otras formas de abordar el tráfico de drogas y la inseguridad, empezando por discutir alternativas para la acción policial que sean legales y humanas.
La tragedia de Río es política. Nuevas y bien pensadas políticas podrían ser su salvación