La democracia representativa es para el Estado un interés nacional primario de proyección hemisférica y no solo una opción política de definición del orden interno.
Si en 1933 el Perú se definía constitucionalmente como una “República democrática” y en 1993, como un “Estado democrático de derecho”, en 1967 la reforma de la Carta de la OEA añadió a esa identidad interna una exigencia externa: la democracia representativa pasó a ser una “condición indispensable para la estabilidad, la paz y el desarrollo” de la región. El Perú suscribió esa reforma.
Y después de la Guerra Fría, la dimensión hemisférica de la democracia representativa devino práctica exigible y base del Estado de derecho de todos los integrantes del sistema interamericano. Así, en el 2001, los países que suscribieron la Carta Democrática asumieron la obligación de concurrir en su defensa colectiva.
Pero he aquí que, al margen de Cuba, países como Venezuela, Nicaragua o Bolivia se desligaron progresivamente de ese mandato mientras que su resistencia a restablecer los términos de ese compromiso complicó progresivamente el ejercicio de ese interés nacional. El Perú no lo canceló, pero hoy lo mantiene en duda.
En efecto, luego de procurar su realización en el marco de la OEA y del Grupo de Lima, en el trato bilateral con Venezuela, este gobierno se ha desligado de él procediendo, hace poco, al reconocimiento del dictador Nicolás Maduro (aunque fracasara en la designación ilegal de un embajador político prontuariado). Ello ocurrió a contrapelo de la posición establecida de no reconocer en Venezuela a ninguna autoridad legítima desde enero pasado.
De esta forma, el Perú anuncia también que reconocerá los resultados de las elecciones locales y regionales venezolanas, a realizarse el próximo 21 bajo condiciones inapropiadas, luego del sabotaje, por el dictador, de las negociaciones con la oposición para encontrar una salida democrática y pacífica a la crisis en ese país.
La vulneración de ese interés ha proseguido en la relación con Bolivia, ya no por la vía del reconocimiento, sino por la de privilegiar la relación ideológica con un aliado de Perú Libre (el MAS de Evo Morales). El instrumento empleado para realizar esa preferencia gubernamental ha sido el más sofisticado de nuestro stock diplomático –las reuniones binacionales de gabinetes– sin que el Gabinete peruano hubiera contado entonces con la confianza del Congreso.
Esa reunión –que debió reservarse para cuando las partes tuvieran adecuado arraigo político y jurídico– se ha llevado a cabo con un gobierno autoritario que no solo pone en cuestión las libertades de sus ciudadanos, sino que mantiene en prisión a una expresidenta que, proveniente del Congreso, asumió el mando en su país luego de unas elecciones ilegales denunciadas por la OEA.
La manifiesta vulneración del interés nacional en cuestión seguirá su curso. Ello se comprobará si el gobierno de Pedro Castillo no se pronuncia sobre la farsa electoral que se llevó a cabo en Nicaragua el último domingo y en la que se eligió al dictador Daniel Ortega por cuarta vez luego de que mandara a apresar a la totalidad de los líderes opositores.
Si bien la situación de la democracia en el mundo es la peor desde el 2006 y su deterioro continúa, entre otras poderosas razones, debido a la restricción de libertades obligadas por la pandemia (Freedom House, EIU), el Perú mantiene en América un interés nacional democrático que debiera tratar de satisfacer bajo condiciones complejas.
De no hacerlo, la autoridad tendría que recusar ese interés abiertamente, modificar un sustento de nuestra política exterior, optar por el realismo político, deponer las reglas de juego correspondientes y asumir el riesgo de acercarnos peligrosamente al establecimiento del autoritarismo en el país.
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