En tiempos de virus y cuarentena, la necesidad de un compás moral se hace aún más urgente.
Pensemos en el empresario o ejecutivo de una de las empresas que, por ofrecer un bien esencial, debe seguir operando en medio de esta crisis. Nuestro hipotético empresario reconoce el llamado a tratar éticamente a sus trabajadores, pero se pregunta qué implica esto en concreto, más aún en circunstancias nuevas y extremas. Sin duda debe apoyarse en su propia razón, la cual le permite, a grandes rasgos, distinguir lo correcto de lo incorrecto, pero cuenta con algo más. Cuenta con la ley que, además (e incluso antes) de sancionar, orienta.
Así, si el empleador se apoya en el reciente Decreto Supremo 010-2020-TR, cuya finalidad es facilitar el trabajo remoto en el sector privado durante la crisis del COVID-19, este le dará indicaciones tan concretas y sensatas como que la remuneración no debe reducirse por el cambio, que dicho trabajo se debe priorizar cuando se trata de trabajadores mayores de 60 años y con factores de riesgo como hipertensión o diabetes, etc. También sugiere (no manda) cosas como compensar al empleado por los gastos extras que el trabajo remoto conlleva.
Esto que digo no solo se aplica a situaciones extremas: la ley siempre ha estado ahí, lista para orientarnos. Quedémonos en el ámbito laboral y preguntémonos: ¿qué implica en la práctica, por ejemplo, tratar éticamente a un trabajador del hogar? No basta con un trato cordial. En el caso en cuestión, el trato ético pasa, entre otras cosas, por lo siguiente: un sueldo mínimo, jornada de ocho horas diarias o cuarenta y ocho semanales, descanso semanal, vacaciones, seguro de salud, pensiones, gratificaciones y compensación por tiempo de servicios.
Lo mismo ocurre con las leyes que regulan la prensa, el ambiente, la publicidad, la familia, los tributos, los contratos, etc. Estas leyes nos orientan moralmente. Más concretamente, señalan mínimos morales en los distintos ámbitos de la vida. Este último punto supone una idea adicional en un país como el Perú, donde hay muy poco respeto de la ley: quien no la cumple no cumple ni siquiera con mínimos morales. Esto es serio. De hecho, el irrespeto de la ley refleja una especie de virus espiritual en necesidad, también, de cuarentena.
Lo anterior no pasa por alto la existencia de malas leyes. Las leyes pueden fallar de varias formas. Una manera en que pueden fallar es “quedándose cortas”, regulando un asunto de manera tan escueta que se termina, con o sin querer, legalizando injusticias. Cuando, en el pasado, la ley laboral no reconocía el pago de horas extras, fallaba de esa forma. Otra manera en que puede fallar es excediéndose, es decir, regulando más allá de los referidos mínimos. Esto ocurriría si, por ejemplo, la misma ley estableciese vacaciones pagadas de tres meses al año.
En todo país hay leyes buenas, leyes que se quedan cortas, leyes que se exceden y leyes que fallan de otras maneras. Esto, sin embargo, no justifica violarlas cada vez que nos parece. A menos que suframos una tiranía o que la ley sea clara y seriamente injusta (en cuyo caso será un deber desobedecerla), es mejor fallar por exceso en su cumplimiento que por defecto, según el principio “la duda favorece a la ley”. No hacerlo es correr el riesgo ético de violar mínimos morales… y el riesgo legal de violar la ley misma, es decir, de sufrir sus sanciones.
Como vemos, la ley es un compás moral. Que ella nos guíe durante y después de esta crisis.
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