Las protestas callejeras sacudieron ciudades de todo el mundo en el 2019. América Latina en particular experimentó mayor descontento social que en cualquier otro momento reciente. En las últimas semanas, las protestas han disminuido pero no han cesado.
La agitación proviene de muchos de los problemas persistentes de la región, más marcados en algunos países que en otros: estancamiento económico, poderes judiciales politizados, corrupción, delincuencia y, en algunos casos, gobiernos autoritarios. América Latina es la segunda región más desigual del mundo. El hecho de no abordar estos problemas, y de no cumplir las promesas, ha provocado que los gobiernos pierdan legitimidad.
Pero igual de relevante para el momento actual es la percepción generalizada de una falta de equidad: que las élites económicas y políticas disfrutan de un conjunto de privilegios y prerrogativas negadas a la mayoría.
Las protestas revelaron que, a pesar de algunos logros sociales y económicos reales, el camino de la movilidad social para la mayoría de los ciudadanos sigue siendo precario. La ira fue contenida hasta que el crecimiento económico comenzó a desacelerarse en el 2013. Surgieron fracturas sociales, agravadas por la incapacidad de los gobiernos para satisfacer las altas expectativas de las nuevas clases medias.
En ninguna parte las manifestaciones han sido más sorprendentes, y violentas, que en Chile, considerado durante mucho tiempo uno de los mejores actores económicos de la región. Esa percepción se hizo añicos, cuando millones salieron a las calles para exigir cambios profundos en el modelo económico e institucional.
En el Perú, el fuerte crecimiento económico en las últimas décadas ha sido compensado por una clase política que se ha visto envuelta en una crisis de credibilidad. En la década de 1980, vi de primera mano la incapacidad para frenar la hiperinflación y el terrorismo que derribó a los partidos políticos. A fines de setiembre del año pasado, en una ola de sentimiento popular anticorrupción, el presidente Martín Vizcarra disolvió el Congreso, considerado corrupto y divorciado del pueblo. Al igual que en otras partes de América Latina, las crecientes demandas y expectativas de la sociedad están superando la capacidad del Gobierno para responder.
El término ‘élite’ también se aplica a los gobiernos de la región y abarca todo el espectro ideológico. El presidente Daniel Ortega de Nicaragua, por ejemplo, quien dirigió a los sandinistas de izquierda para ayudar a derrocar la dictadura de Somoza en 1979, ahora dirige un régimen represivo y autoritario y ejerce un vasto poder político y económico. También Evo Morales presidió un importante crecimiento económico y reducción de la pobreza en Bolivia, pero su negativa a renunciar al poder enfureció a muchos ciudadanos. Venezuela, que era la economía más rica de América Latina, es el ejemplo más trágico de cómo se puede manipular el sentimiento antiélite para destruir la democracia.
Las élites políticas y económicas latinoamericanas están lejos de ser homogéneas. Algunas están comprometidos con reformas sociales y políticas serias que aborden las causas subyacentes de los disturbios en curso. Algunas favorecen el aumento de los impuestos a los ricos. Existen innumerables ejemplos de programas innovadores que ayudaron a nivelar el campo de juego al modernizar los sistemas educativos o generar oportunidades para el desarrollo social y económico. En respuesta a una demanda social real, en Chile todas las partes acordaron redactar una nueva Constitución para reemplazar la actual.
Pero después de vivir en América Latina en el transcurso de cinco décadas, he visto muy pocos esfuerzos sostenidos para crear caminos de movilidad social que sean seguros y estables. Deshacer esa tendencia exige no solo un crecimiento sólido y políticas de redistribución, sino también un mayor acceso al poder económico y político, romper el nexo entre los intereses privados y la clase política, y lograr la igualdad bajo la ley. Al comienzo de una nueva década, ese clamor urgente se puede escuchar en las calles de toda América Latina.
–Glosado y editado–
© The New York Times.