Pocas cosas son más seductoras, pero también más peligrosas, que un símbolo que prioriza la forma por encima del fondo.
Hasta el momento, la propuesta de una asamblea constituyente es un ejemplo de este principio. Es innegable que un proceso como ese conllevaría una fuerte carga simbólica. La república cumple 200 años, nuestra sociedad trata de recuperarse del trauma de la pandemia y la actual constitución de 1993 (guste o no) no puede desligarse del autogolpe del 5 de abril. Negarse a reconocerlo sería necio.
Al mismo tiempo, cabe preguntarse cuánta sustancia le queda a la propuesta si dejamos (momentáneamente) los símbolos de lado. Los problemas medulares de nuestra sociedad –que van desde mejor seguridad, salud y educación hasta el combate contra el racismo, el machismo, la homofobia y la transfobia– no se solucionarán con un cambio constitucional. Y las transformaciones urgentes en el diseño político (pero que extrañamente no son enfatizadas lo suficiente en la agenda constituyente, que parece enfocarse más en el capítulo económico) pueden ser atendidas mediante reformas específicas, sean de la constitución o de leyes de menor rango.
A veces, la evolución es más efectiva y duradera que la revolución. Enmendar una constitución es mejor que reescribirla, no solo porque permite separar lo que funciona de lo que falla, sino también porque enseña una lección importante: el objetivo de la clase política debe ser construir un país mejor cada día, no refundarlo cada treinta años.
Lo anterior no implica, como hacen algunos, que podemos ignorar la importancia de los símbolos, que son muy poderosos en el caso de una asamblea constituyente. Un punto ciego de la mentalidad puramente tecnocrática es que pasa por alto todo aquello que no encaja en una estimación de costos y beneficios.
Los seres humanos invertimos nuestras emociones en distintos símbolos para ordenar y darle sentido a nuestra vida cotidiana. Y cada uno de nosotros, a fin de cuentas, actúa de acuerdo con el significado que le da al mundo que lo rodea. No obstante, el peligro con los símbolos pasa precisamente por perder de vista su significado. En otras palabras, por priorizar la forma por encima del fondo.
La última candidatura fallida de Keiko Fujimori es un ejemplo. De haber ganado (no lo hizo), la señora Fujimori se hubiera convertido en la primera mujer en gobernar el Perú. Sin embargo, la suya se trató de una candidatura que, semanas antes de la segunda vuelta, negó las esterilizaciones forzadas de mujeres en el campo. En este contrafactual, la imagen de una mujer en Palacio de Gobierno se torna rápidamente en un símbolo vacío.
El principal riesgo de la asamblea constituyente es que sus reivindicaciones sobre el papel no se trasladen a cambios concretos para quienes debe representar. Una nueva constitución puede imponerle nuevas responsabilidades al Estado y al mismo tiempo no mover un dedo para incrementar su capacidad de cumplirlas, lo que no solo requiere recursos financieros (presupuesto) sino también humanos (talento).
Nada de esto es una defensa del status quo. El saldo desolador de la pandemia ha demostrado que el país requiere cambios y que estos no deben esperar. La reforma del Estado para elevar sus capacidades a lo largo de todo el territorio, y no solo en Lima, es una de ellas. Elevar progresivamente la recaudación es otra. La lista es larga, pero también concreta y no meramente declarativa.
El simbolismo de un nuevo inicio siempre será atractivo. Sin embargo, eso no debe llevarnos, parafraseando a Deng Xiao Ping, a priorizar el color del gato por encima de su capacidad para cazar ratones.
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