En los últimos 40 días, la primera ministra británica Liz Truss ha montado una montaña rusa de ridiculeces. Su “minipresupuesto”, en el que colgó sus credenciales de libre mercado, fue un desastre: los rendimientos de los bonos se dispararon, la libra se desplomó y los mercados, lejos de estar satisfechos, estaban claramente molestos. Para mitigar el daño, revirtió un recorte de impuestos para las personas con altos ingresos, y fue recompensada con más burlas.
Asediada, Truss se enfureció contra la coalición “anticrecimiento”, opositora de su supuesta revitalización de la economía británica a través de recortes de impuestos. Es una coalición notablemente amplia, con espacio para el rey Carlos III, la BBC y la mayoría del Partido Conservador. A juzgar por las encuestas, que colocan a los laboristas 33 puntos por delante de los conservadores y el índice de aprobación de Truss en menos 47, el país también está en esa coalición.
El viernes, las cosas empeoraron aún más. Truss despidió a Kwasi Kwarteng, su canciller y amigo, y lo reemplazó con Jeremy Hunt, un conservador moderado que ha roto el resto de su plataforma económica con la solemnidad performativa de un maestro decepcionado. Las temidas cartas de no confianza están inundando, y los legisladores conservadores están hablando de cambiar las reglas de liderazgo –se supone que tiene un año de gracia– para destronarla. Truss puede cojear, pero no tiene electricidad. A todos los efectos, su etapa como primera ministra ha terminado.
La política británica ahora ocurre en el subconsciente del electorado, y eso nos hace vulnerables a los torpes. Estamos lejos de la seriedad, los datos y la esperanza. La elección del ‘brexit’, la pesadilla a la que estamos despertando lentamente, lo demuestra. También lo evidencia el romanticismo del triunfo electoral de Boris Johnson en el 2019, en el que se montó en la ola del “llevar a cabo el ‘brexit’” con casi 14 millones de votos, y ahora con el asombroso colapso en la aprobación de Truss. El proceso de desecho, de repudio furioso, se está acelerando: ahora estamos en nuestro cuarto primer ministro desde el 2016. Pero algo más emocional está en marcha.
La muerte de la reina Isabel II, en el tercer día del mandato de la primera ministra, dejó a Gran Bretaña de luto por una lideresa que amaba. La defenestración de la señora Truss, creo, es una parte no reconocida de ese duelo público, una forma de honrar a una Elizabeth rechazando a otra.
Las perspectivas para los conservadores no son mucho mejores. Después de 12 años en el poder, agotados por el ‘brexit’, la pandemia y el creciente faccionalismo, se encuentran a merced de la ambición de Boris Johnson, su propia insuficiencia y el hambre de sus miembros por sacrificar al Estado en contra de los deseos del país. La elección de Truss fue en parte un error, en parte un rollo final de un culto apocalíptico.
Los chistes sobre Truss, la primera ministra vestida de papelera o comparada con una lechuga, son crueles, llenas de sexismo y esnobismo, pero se conectan con una verdad: Truss es lo más cercano a la ambición por sí misma que se puede encontrar, y el espectáculo de su fracaso conlleva cierta emoción. Sin embargo, su liderazgo ideológico y frágil nunca iba a funcionar. Johnson, uno intuye, sabía mucho y quería demostrar que solo él podía mantener unida la coalición electoral ganada en el 2019. Lo ha conseguido. Antes de lo previsto, Truss se ha derrumbado.
Con el tiempo, Gran Bretaña puede liberarse del hechizo de Johnson y la sinrazón de Truss, y elegir líderes que traten con hechos, no fantasías, y piensen en el país, no en ellos mismos. Podemos decir por fin: basta de posverdad y extremismo y bebiendo la escoria del imperio. Sin embargo, ese horizonte todavía está lejos. En este momento, sabemos, Truss caerá.
Para los conservadores, no traerá renovación. Y para el país, no traerá catarsis.
–Glosado, editado y traducido–
© The New York Times