Cuando llamo para saber cómo está mi familia en Puerto Rico, mi mamá, como siempre, me asegura que están bien: “Estamos bien”. Sin embargo, estar bien significa que tuvieron que tirar a la basura la última despensa después de días de estar sin electricidad. La tienda de abarrotes del vecindario se vio obligada a cerrar temporalmente debido a la escasez de diésel y se está bañando con una cubeta durante una ola de calor. Cuando le pregunto si necesita algo, me responde que necesita esperanza.
¿Por qué cinco años después de que el huracán María devastara la isla la infraestructura de Puerto Rico estaba tan poco preparada para el huracán Fiona, una tormenta de categoría uno? ¿Por qué una red recién privatizada colapsó después de unas cuantas horas de lluvia? ¿Por qué los puentes recién construidos se desbaratan tan fácilmente? ¿Por qué aún hay tanta gente sin electricidad? ¿Y por qué mi mamá perdió la esperanza de que las cosas vayan a mejorar pronto?
Parte del problema es que la velocidad de la gestión de emergencias no se ha adaptado al cambio climático. Antes, el alcance de una catástrofe natural no se superaba en décadas, pero las tormentas que baten récords se han vuelto demasiado frecuentes, y los esfuerzos de recuperación no pueden seguir el ritmo.
Después de María, la Agencia Federal de Gestión de Emergencias vertió más de US$1.000 millones en un programa fallido llamado Tu Hogar Renace, que tenía como objetivo proporcionar reparaciones esenciales para las residencias afectadas en Puerto Rico, con el fin de reducir la demanda de otras opciones de refugio. El programa se enfocó en reparaciones básicas, como arreglar ventanas y puertas rotas, pero no preparó las estructuras para que soportaran tormentas futuras. Lo peor es que fue manipulado por contratistas que cobraron precios exorbitantes por obras subcontratadas y mal hechas.
Las obras públicas se han enfrentado a desafíos similares. El ejemplo más visible es un puente temporal, que construyeron contratistas de FEMA en Ohio y colocaron en la ciudad de Utuado en el 2018, con un costo de casi US$3 millones. Se suponía que duraría 75 años, pero el mes pasado, las inundaciones provocadas por Fiona lo colapsaron. La ironía es que el puente que María había destruido también era uno temporal construido después del huracán Georges en 1998.
Los puertorriqueños merecemos más que bandas adhesivas que serán arrancadas durante el siguiente desastre. También necesitamos una recuperación más veloz. Es injustificable que, después de una tormenta, se espere que los residentes pasen semanas sin electricidad y años viviendo debajo de lonas azules. En los primeros meses de la pandemia del COVID-19, los pagos en efectivo fueron liberados por el gobierno federal con poca fricción burocrática porque quedaba claro que se trataba de una emergencia. La misma rapidez se necesita para atender los desastres naturales.
La semana pasada, el presidente estadounidense Joe Biden señaló que las personas en Puerto Rico podrían registrarse para obtener US$700 “con el fin de cubrir las necesidades básicas”, pero la solicitud no es sencilla, y muchos temen que se la nieguen.
Al final, solo el 40% de los hogares que solicitaron la ayuda de FEMA después del huracán María recibieron algún apoyo, y solo poco más del 1% recibió el pago máximo. Eso no toma en cuenta a los miles que no pudieron solicitar la ayuda en absoluto porque no pudieron superar el laberinto burocrático.
Algunos creen que exigir un trato igualitario para Puerto Rico tras los desastres es la clave para resolver sus problemas actuales, pero igualdad no es lo mismo que justicia.
Los puertorriqueños estamos hartos de tener que ser resilientes. Estamos cansados de celebrar nuestra capacidad de perdurar, de ser creativos ante la adversidad y de sobrevivir a pesar del abandono estatal. Las tormentas seguirán llegando y no se puede esperar que nos levantemos solos una y otra vez. Necesitamos que nuestra infraestructura gubernamental sea tan resistente como nosotros nos vemos obligados a serlo.
–Glosado y editado–
© The New York Times