Los últimos 30 años de la historia brasileña podrían describirse como un largo psicodrama que involucra a Luiz Inácio Lula da Silva. Desde las elecciones presidenciales de 1989, que Lula casi ganó, la política ha girado en torno al carismático exlíder sindical. Su presidencia (2003-2010) transformó Brasil; su encarcelamiento en el 2018 lo polarizó profundamente. Y ahora, su liberación de la cárcel ha suscitado dudas sobre lo que sigue y si se ha convertido nuevamente en el centro de gravedad.
¿Por qué seguimos hablando de un político de 74 años que ha sido condenado por dos casos de corrupción y enfrenta varios otros cargos? Hay dos razones principales. Primero, se le considera responsable de los mejores y peores períodos de Brasil en la memoria reciente: el auge que sacó a 35 millones de personas de la pobreza en la década del 2000 y una recesión históricamente terrible en la década del 2010. Y en segundo lugar, como un niño nacido en la pobreza, que vendió maní y lustró zapatos y que perdió un dedo en un accidente de fábrica, es la encarnación de la deuda histórica no resuelta de Brasil, una de las brechas más grandes del mundo entre ricos y pobres.
Hoy, Lula parece decidido a volver a ser el centro de atención, y tal vez a regresar a la presidencia en el 2022. Desde su liberación el 8 de noviembre, ha realizado manifestaciones en todo el país, especialmente en el noreste, su hogar original y base de poder. Él ha promocionado su vitalidad: “Tengo la energía de un joven de 30 años y el deseo sexual de un joven de 20 años”, dijo en un video, para mostrar que será una presencia cotidiana en la política en el futuro. Las encuestas del año pasado sugirieron que, si no hubiera estado en una celda, podría haber ganado las elecciones.
Pero, paradójicamente, no se debe sobrestimar el atractivo de Lula. Desde que el presidente Jair Bolsonaro asumió el cargo el 1 de enero, Brasil ha hecho algunos avances –énfasis en el ‘algunos’– hacia la corrección de los peores legados que dejó el Partido de los Trabajadores de Lula en sus 14 años en el poder. La economía debería crecer aproximadamente un 1% en el 2019 y quizás un 2% en el 2020, todavía terriblemente mediocre, pero es una mejora. El desempleo está cayendo. Mientras tanto, el crimen violento se ha reducido drásticamente, con la tasa de homicidios cayendo más de 20% en las ciudades brasileñas. El número de escándalos de corrupción también parece haber disminuido. Esto puede deberse a que el Poder Judicial y los medios de comunicación están menos interesados en perseguirlos ahora; pero, en cualquier caso, la percepción popular, reflejada en las encuestas y conversaciones cotidianas, es que el gobierno de Bolsonaro está robando menos. Su índice de aprobación, de alrededor del 40%, es el más bajo en la memoria reciente para los presidentes brasileños en su primer año, pero es más alto que muchos otros presidentes latinoamericanos en un momento en que gran parte de la región está inundada de protestas e inestabilidad.
Esto no quiere decir que Brasil haya regresado a algo cercano a sus días de gloria. La desigualdad está aumentando, mientras que muchos miembros de la sociedad civil y grupos minoritarios temen por sus vidas en medio de un aumento de la brutalidad policial y los intentos de censura. El presidente, sus hijos y muchos de sus ministros son fuentes diarias de controversia y división que a menudo parecen estar más en sintonía con las “guerras culturales” de Brasil que los problemas cotidianos de la mayoría de los brasileños. Pero si Bolsonaro continúa disfrutando de un grado de éxito, incluso parcial, con los tres temas principales del crimen, la economía y la corrupción, no dejará mucho oxígeno para Lula o el resto de la oposición. La mayoría de los brasileños están ansiosos por superar el trauma de los últimos años. Solo si Bolsonaro falla el país volverá al líder que presidió los buenos tiempos, con la esperanza de que la historia se repita una vez más.