La reciente aprobación por parte del Congreso de una ley orientada a poner al supervisor universitario en manos de los supervisados no es sólo una muestra de desprecio por la educación de las personas o un atentado, entre otros en la agenda del Congreso, que dañará la educación peruana probablemente más que dos años de pandemia; es mucho más que eso.
La acción del Congreso y del Ejecutivo (más evidente si promulga esta ley sin un mínimo esfuerzo de cuestionamiento) muestran con nitidez que el interés público -la garantía de las libertades y responsabilidades de los ciudadanos- no es un tema que importe salvo a un puñado de personas. Para la mayoría congresal y para el gobierno, la política se reduce a la imposición y negociación de intereses particulares que, en este caso, corresponden a mercachifles de la educación y a argollas que se apropiaban de las universidades estatales para su propio beneficio y que, en otros casos, implica a colectiveros informales, transportistas que impunemente amenazan la seguridad de todos, mineros ilegales, narcotraficantes, traficantes de terrenos, ciertos contratistas del Estado (nacionales o extranjeros), etc.
Así, lo que estamos viviendo es la total desnaturalización de la política y el Estado basada en la disolución de la idea de bien común o interés público. Es decir, la exacerbación máxima de creer que el mundo de lo humano está compuesto exclusivamente de intereses particulares liquidando la idea de sociedad o comunidad. Por cierto, esto es exactamente lo que decía Margaret Thatcher en 1987.
El debilitamiento del sentido de comunidad es un fenómeno mundial que, en nuestro país, tiene una forma propia que empezó a cristalizarse en los 90, pero que se funda en las fracturas históricas y la segregación que sistemáticamente reproducimos impidiéndonos construir una idea compartida de país. Así, es cada día más claro que, por ejemplo, el sistema de partidos no está organizado según ideas (sean de izquierda, centro, o derecha) sino según panakas y/o grupos de intereses (legales o no) que pueden entrar en conflicto o, como en el caso del asalto a la educación, converger alegremente.
La tendencia a la imposición de intereses particulares existe en toda sociedad y el único freno que hemos inventado para lograr equilibrios y un sentido de comunidad que nos permita construir países con libertad y justicia, son las instituciones democráticas. Por ello, es penoso que, durante los 20 años previos a la pandemia, no hayamos usado los recursos con los que contábamos para, por ejemplo, construir un servicio civil profesional que hoy sería un freno al saqueo estatal. Recordemos que muchos, incluida la tecnocracia, desdeñaron la construcción de instituciones y bloquearon expresamente la implementación de la ley del servicio civil en todos los ámbitos en los que pudieron (empezando por el propio gobierno central y el congreso).
Estamos ante una crisis muy profunda. Una crisis que no se limita a un putrefacto sistema político, sino que expresa nuestra dificultad para construir y sostener un sentido de comunidad nacional. Si queremos salir de esto, necesitamos mucho más que gritar “que se vayan todos”. Debemos revisar nuestras propias acciones (como, por ejemplo, haber votado sin un mínimo sentido crítico por los sujetos que hoy nos representan y gobiernan, o pergeñar conspiraciones ilegales para “salvar” la democracia) y enmendar rumbos; necesitamos construir partidos de verdad, espacios de encuentro que rompan los segregados ghettos en los que vivimos y laboramos, escucharnos y dejar de vociferar, comprometernos y dejar de espectar, etc.
¿Estamos dispuestos?