“Se reza a un niño nacido en un establo. No cabe una mirada a las almas hecha desde más cerca, desde más abajo, desde más en casa. Por eso es verdadero el pesebre: un origen tan humilde para un fundador no se lo inventa uno. Las sagas no pintan cuadros de miseria y, menos aún, los mantienen durante toda una vida. El pesebre, el hijo del carpintero, el visionario que se mueve entre gente baja y el patíbulo al final… todo eso está hecho con material histórico, no con el material dorado tan querido por la leyenda”.
El texto que acabo de citar no procede de un afamado teólogo o de alguna autoridad eclesiástica. Expresa la mirada de un pensador ajeno a la Iglesia, el filósofo marxista alemán Ernst Bloch (1885-1977), autor de obras como “Espíritu de utopía” o “El principio esperanza”. Con razón, Bloch contrapone el relato cristiano a los de la literatura clásica que coloca a sus dioses en el Olimpo disputando entre sí el favor de las diosas y la adoración de los hombres.
La cita de Bloch concuerda con todos los testimonios cristianos. Los evangelios de Mateo y de Lucas ubican el nacimiento de Jesús en un territorio específico y en una determinada situación histórica: “Jesús nació en Belén, un pueblo de Judea, durante el reinado de Herodes” (Mt 2,1). Lucas amplía el escenario contextualizándolo: “El emperador Augusto dispuso la realización de un censo obligando a todos a empadronarse en su ciudad natal” (Lc 2, 1-2). Por ello, la familia es forzada a trasladarse de Nazaret a Belén.
Sin embargo, no es solo el dato cronológico o territorial lo que hace “histórico” lo recogido en el material literario. Lo que llama la atención es el “pesebre”. Lo dice Lucas: “María dio a luz a su primogénito, lo envolvió en pañales y lo puso en un pesebre porque no había sitio para ellos en la posada” (Lc 2,7). El pesebre remite a establos y, en Palestina, estos se ubicaban normalmente en grutas. La Iglesia del siglo siguiente (Justino, Orígenes) asume esa tradición. Todos los testimonios coinciden en el origen humilde de Jesús, el Hijo de Dios.
Pero, ¿es esto razonable? En el supuesto de que Dios tenga un origen, ¿no es más lógico imaginarse otro, digamos, más digno, más meritorio, más propio de aquello que llamamos Dios? Aún más, ¿cómo hacemos para combinar los atributos asignados a Dios (omnipotencia, omnisciencia) con la total dependencia de un bebe a sus progenitores? ¿Dónde está el “poder” del Todopoderoso nacido en un establo? Razón tiene Bloch para decir que eso no puede inventarse. Los hombres solemos colocar a Dios en las alturas, no en las bajuras.
Pablo decía, por ello, que el mensaje cristiano es “locura para los judíos y necedad para los gentiles” (1 Corintios 1, 18-30). Es un “escándalo” para la racionalidad humana. Benedicto XVI habla del “escándalo de la cruz” al que Peter-Hans Kolvenbach, anterior superior general de los jesuitas, añade el “escándalo del pesebre”. La fuerza del cristianismo está precisamente en su capacidad de remover conciencias, no de edulcorarlas. Lamentablemente hemos hecho de la Navidad un cuento de hadas, traicionando al Evangelio y vaciando su capacidad movilizadora. Transmitimos así una buena noticia aguada poco creíble para nuestros contemporáneos.
¿Qué hacer, entonces? ¿Cómo recuperar la fuerza utópica del Evangelio, la que puede ofrecer esperanza al hombre de hoy? No queda otro camino que el mostrado por Dios en Jesús: ir, con él, a los bajos fondos del mundo, a los pesebres y a las grutas donde nacen hoy muchos hijos de migrantes forzados a salir de sus patrias, acercarse a los niños sin hogar que deambulan abandonados en las periferias de las grandes ciudades, asistir y defender a aquellos no atendidos por ningún programa de asistencia social, proponer políticas públicas que aseguren la adecuada protección a todo bebe recién nacido, una cuidadosa atención materno-infantil y el desarrollo integral de todos los niños, especialmente durante la primera infancia. Un cristianismo de menos cuento y mayor justicia social. Habrá entonces Navidad.