En una hermosa narración de Gibrán Jalil Gibrán encontramos una fuente de agua en medio de un pueblo gobernado por un rey sabio. Una noche, una bruja dejó caer siete gotas de un brebaje especial sobre el pozo con el fin de producir locura en los que bebieran de esa agua central. Lamentablemente todo el pueblo extraía agua del pozo, con excepción del rey que bebía de una fuente de su propio palacio. El efecto fue inmediato y todo el pueblo enloqueció o, visto desde otra perspectiva, todo el pueblo repentinamente descubrió que su rey estaba loco y había que destronarlo. Al enterarse de la complicada situación, el monarca optó por beber de la fuente pública y enloquecer o, lo que es lo mismo, repentinamente recobrar la cordura ante los ojos de su pueblo que lo recibió con regocijo. Todos locos, es decir, todos normales.
Michel Foucault llamaría a ese pozo que genera la uniformidad “discurso” y entendería que la normalidad junto con la verdad, o lo que es considerado correcto, es una creación social expresada en el discurso y promovida desde la institucionalidad del poder. Lo que es peor; Foucault encontraría que, al igual que el pueblo enloquecido, cada uno de nosotros acusa y vigila pues todos hemos bebido de la educación formal, la religión, los códigos morales y juzgamos fácilmente lo que es “normal” y lo que es anormal.
Como sociedad, lo digo enfáticamente, nuestro pozo está contaminado, como lo está toda fuente de ideología excluyente. Nuestros discursos parecen estar enquistados en la época colonial donde la verdad era impuesta como una forma de llenar a la población de sumisión, culpa, vergüenza y disciplina. Donde los conceptos morales eran convertidos en verdaderas jaulas que se materializaban en cuerpos sumisos, cubiertos y potencialmente pecadores.
Es tiempo de que nuestros criterios de normalidad se expandan más allá de los conceptos excluyentes que nos dejó la sociedad colonial, que ampliemos nuestro espectro de integración a identidades que no debieran estar pugnando por ser aceptadas y debiéramos cuestionar los moldes que nos hacen sentir cómodos y definidos.
Es en este tono que quisiera también narrar una historia simpática que me ocurrió al finalizar una clase donde había hablado precisamente sobre el miedo como vehículo para la exclusión de la población lesbiana, gay, bisexual, transexual, transgénero.
Discutíamos en el salón sobre los juicios morales radicales que cegaban el entender que la normalidad era un criterio social y que generalmente había temor a lo que no podíamos catalogar, entender o clasificar. Peor aún, cómo la homofobia podía traducirse en un temor frente a la constante inseguridad masculina de no cubrir los criterios de macho a cabalidad. Terminada la clase, una alumna se me acercó y sin perder la sonrisa de los labios me observó, “defiende los derechos homosexuales; pero al momento de presentar el tema separa a lesbianas, gays, transexuales, bisexuales, como si fueran algo totalmente distinto a lo normal… ¿No hay contradicción en eso?”. Le respondí que era una herramienta metodológica para poder hacer entender a la clase que había múltiples identidades que superaban la normalidad que aparentaba la famosa hetero-normatividad que significaba reducir todo a “hombres” y “mujeres”. Sin embargo sentí que ella tenía razón y que yo no podía escapar a las clasificaciones; pero me ayudó a convencerme de que es hora de escuchar las voces que claman ser escuchadas o a aquellos que sentados en un cuarto tienen miedo de salir a un mundo que los juzga y les exige ser distintos a lo que son.
Cuando digo que debemos integrar toda identidad no hablo de tolerancia pues esta última palabra suena a resignación sino a entender que debemos salir del pueblo pequeño y beber de una fuente de agua mucho más fresca que nos invite a la locura de una normalidad mucho más fluida, cristalina y desbordante.