Como estamos atrapados en un remolino, no se advierte que las palabras se han convertido en otro obstáculo para vivir en democracia. No me refiero con ello a la diversidad lingüística del Perú, sino a lo que sucede entre hablantes de la misma lengua. Me explico: a la incertidumbre que nos agobia le hemos sumado una profunda crisis política que vacía cualquier intento de convertir el bicentenario en motivo de celebración. Los doscientos años parecen reducirse a lamentos, pesares y bravatas, antes que a hechos y personas que inyecten orgullo y esperanza. En simultáneo, un sector del país usa palabras como chavetas: hieren, vejan, ofenden, injurian. Calificar al adversario de “parásito”, “garrapata” o “peste”, promover su eliminación o que sea echado del país, con el argumento de defender así la democracia, es inadmisible y repudiable. Que esas barbaridades generen la adhesión de cientos o miles de compatriotas en las redes y en la conversación indica que algo está muy mal entre nosotros. Sin el vínculo social que asegura el lenguaje será imposible pensar en una sociedad democrática.
Borges dijo alguna vez que las palabras son símbolos que expresan una memoria compartida. Toda lengua refleja la historia de una comunidad. En el hablar afloran biografías, representaciones, miedos y los prejuicios enraizados en la memoria colectiva. Por ello, hablar es mucho más que emitir sonidos. Se habla con lo que somos; no con lo que queremos ser. Que en la segunda vuelta hayan proliferado las oposiciones “serrano”, “limeño”, “cholo”, “blanco”, “bruto”, “pituco” evidencia que nada hemos hecho para corregir las diferencias que tenemos instaladas desde antes de la independencia. Todavía en el 2021 la procedencia y la raza se emplean para injuriar, discriminar y trazar una línea que divide e impone fronteras en el interior del país. Los likes que reciben expresiones de ese tipo refuerzan el racismo, cuya existencia se pretende luego negar. El daño a la convivencia es enorme cuando, escudados en un falso sentido democrático, hay quienes defienden la distancia y parcelan el territorio (“serrano, regresa a tu casa”) o cuando arengan que “hagamos que [los caviares] tengan que irse del país”. Nada de esto es la lengua que empleamos y necesitamos para comunicarnos. En cambio, sí son ejemplos de las chavetas sonoras que circulan en nuestro país y que nos impiden reconocernos en un proyecto común.
La fractura llega al extremo de que una pregunta como la siguiente puede ser tomada como si fuera un llamado a la subversión: ¿Podría explicarme a qué se refiere con “comunista” y “neoliberal”? ¿Qué quiere decir con “serrano motoso” y “limeño pituco”? El balbuceo que evita la respuesta o el rodeo que cierra el diálogo son señales de que no son palabras, sino cáscaras sin contenido. El abuso del término “terrorista”, por ejemplo, lo están vaciando de contenido. Hoy se aplica a cualquiera que abogue por algún ajuste o cambio en el “modelo económico”. ¿Entenderemos lo mismo por “democracia”?
Es clara la artimaña en “no es plagio, sino copia”, “no se cayó, se desplomó”, “no ha renunciado, ha declinado irrevocablemente”, verdaderos ejemplos de ocultamiento verbal. Las palabras no son responsables, por cierto. No saben lo que los hablantes hacen con ellas. Pero cuanto más son exprimidas y retorcidas, horadadas en su capacidad de significar y actuar como medio de comunicación, pierden la posibilidad de contribuir a integrarnos como comunidad y de ser medios imprescindibles para enraizar la cultura democrática que necesitamos. Tengamos presente un principio básico: hablar es siempre un acto solidario. Ahora, cuando los candidatos a la presidencia de la República deben jurar que respetarán la ley, entonces advertimos el largo camino que tenemos por delante.
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