El Tribunal Constitucional (TC) ha cumplido su vigésimo cuarto aniversario, y conmemorado 40 años, si sumamos los de su antecesor, el Tribunal de Garantías Constitucionales.
Es por todos conocido que debemos al distinguido hombre de leyes y político Javier Valle Riestra, miembro de la Asamblea Constituyente de 1978 y 1979, la llegada al Perú de esta corte inspirada en el tribunal que planteó Hans Kelsen para la Constitución Austríaca de 1920.
Pero antes de la Asamblea Constituyente, es posible rastrear el interés de la academia por un Tribunal Constitucional para el Perú. Al efecto, quiero referirme al fórum sobre “Inconstitucionalidad de las leyes”, organizado por el Colegio de Abogados de Lima (CAL) el 24 de agosto de 1960, bajo la presidencia de su decano, el doctor José Luis Bustamante y Rivero, expresidente de la República, con la concurrencia de numerosos abogados.
Allí, el doctor Raúl Ferrero Rebagliati, mi padre, sustentó una ponencia en la que planteó la necesidad de reformar la Constitución de 1933 –entonces vigente–, a fin de implantar una corte especializada que él denominó Tribunal Constitucional.
Influidos por la doctrina estadounidense de la Judicial Review, en América muchos países reconocieron al Poder Judicial la atribución de revisar la constitucionalidad de las leyes. Sin embargo, nuestro citado jurista advertía de que la corriente moderna era otra en el ámbito del Derecho Constitucional, pues las constituciones más recientes atribuían tal control a una alta Corte.
Por ello, el egregio constitucionalista, que más tarde fue decano del CAL, proclamaba para el Perú un órgano especial de control en lugar del Poder Judicial, pues si se atribuyera a los jueces la función de controlar la constitucionalidad de las leyes “se estaría forzando al poder público, por gravitación política inevitable, a interesarse en el nombramiento de los magistrados”.
El Tribunal que planteaba nuestro destacado hombre de Derecho –que más adelante fue presidente del Consejo de Ministros, ministro de Relaciones Exteriores, y de Hacienda y Comercio– se componía de 11 jueces designados por el presidente, el Senado, la Corte Suprema, los colegios de abogados y las universidades nacionales, por un período de nueve años.
Sin caer en el formalismo, el juez constitucional debe ser garante de la Constitución; no su autor. En tal sentido, nuestro ilustre pensador enfatiza que para que la jurisdicción constitucional no represente una usurpación de poderes o un instrumento de los intereses privados se precisa que la estimativa jurisprudencial se ciña a que la incompatibilidad entre la ley y la norma constitucional sea manifiesta, en cuanto a la letra y en cuanto al espíritu de la Carta fundamental. Si la oposición no fuera evidente, la magistratura constitucional debe respetar la decisión legislativa, a fin de no incurrir en un exceso de control que le llevaría a ejercer el gobierno de un modo indirecto.
Quisiera concluir con palabras de Ferrero Rebagliati que expresan lo esencial de un Tribunal Constitucional y de sus magistrados, y que, esperamos, sirvan de lección al Congreso que debe elegir próximamente a seis de sus integrantes: “Se ganaría enormemente –nos dice– con la integración de una Corte de Garantías, pero a condición de que sus miembros sean elegidos entre juristas de profunda formación y de una alta tensión ética. He ahí la raíz del problema: integrar una verdadera élite, a la que solo se llega por una tradición de cultura, por un incesante desprendimiento, por el valor de rehuir lo fácil y adherir a los valores eternos”.
El pensamiento expuesto es el que me llevó a aceptar mi nominación a este Tribunal por el Congreso. Y mi hermano Raúl sigue esta misma línea en la cátedra de Derecho Constitucional en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos como profesor emérito, distinción que también obtuvo el suscrito, a mucha honra, hace 30 años.