Escribo aliviado, luego de que el presidente de la República se salvara de la vacancia. Con ella hubiéramos perdido una de nuestras más saludables y escasas conquistas como país: el ritmo regular en la sucesión electoral periódica de mandatarios y congresistas. Aliviado, decía, pero también preocupado y aún aturdido. Ver y oler las entrañas del poder político y económico, e intuir lo que permanece oculto, no deja a nadie indemne.
Compartiré con los lectores unas reflexiones desde la perspectiva psicoanalítica sobre los hechos políticos recientes. Sabemos que el aprender de la experiencia no es un proceso ni automático ni fácil. Siguiendo al psicoanalista británico W. Bion (“Aprendiendo de la experiencia”, 1962), por “aprender” no me refiero aquí a la adquisición de una nueva habilidad técnica o estratégica, ni a tener más información o nuevos datos, sino al crecimiento mental, al auténtico desarrollo interior que permite una mejor relación consigo mismo y con el entorno. Para el presidente y los otros poderes del Estado, incluyendo al cuarto poder (la prensa), ese entorno es el Perú.
¿Habremos aprendido algo de la reciente crisis? El presidente de la República fue sacudido hasta la médula. ¿Aprendió algo? Si PPK logró reconocer con más claridad esa parte de su propia mente donde almacena verdades opuestas sin mayor conflicto aparente, y si es capaz de sostener por algún tiempo el dolor que ello implica, podrá aprender algo de sí mismo. Sin embargo, no debe serle fácil, ya que estamos hablando de sus rasgos de carácter y de un funcionamiento mental que conforman un estilo que le ha sido útil durante toda su vida laboral y quizá personal. Sin pretender negar la responsabilidad política de PPK, recordemos que todos tenemos, en nuestra intimidad, zonas semejantes, aceptémoslo o no. Quizá el presidente sospeche que hay algo más para entender, algo que le es esquivo, que no identifica bien. De ser así, sugeriría que se trata del desarrollo de una capacidad de la que aún carece: la de tomar en cuenta, con mayor seriedad y respeto, el criterio e inteligencia de quienes piensan y sienten las cosas de manera diferente a él mismo. Esto implicaría que PPK acepte, frente a la indignación o sospecha auténticas respecto a su actuación, que una salida simple o superficial no es suficiente para quienes lo escuchan. Si lo logra, algo más habrá evolucionado como persona. Y con él, el país, ya que se trata de quien encarna el simbólico lugar del padre para la nación. No obstante, reconozco un valor especial en PPK por pedir públicas disculpas por sus errores, especialmente en un país que confunde asumir la propia culpa con debilidad y derrota. De hecho, esta confusión es un rasgo de nuestra personalidad colectiva que nos detiene y merecería un análisis más profundo.
Y nosotros, los ciudadanos, ¿podemos aprender algo de esta situación? Quizás. Por lo pronto, por coherencia y salud, sugiero desterrar la costumbre de llamar padres de la patria a los congresistas. No tuve padres así ni los quiero para mi país. Además, como un ejercicio difícil pero potencialmente útil, propongo reconocer al Congreso de la República como el espejo de la patria. Con ello, no me refiero al “crisol de todas las razas”, sino a algo perturbador: lo que las características individuales de los congresistas provocan en nosotros al vernos reflejados en ellas.
Para ello ayudará una analogía: pensemos en el Congreso como la mente de un peruano y en los congresistas como diversos aspectos de la misma. Los congresistas no solo son representativos del universo nacional y así nos devuelven una imagen del país que somos. Sus características son también las nuestras. Hay aquellas que muy ocasionalmente valoramos y que nos inspiran respeto y confianza, pero también otras provocan indignación, risa y vergüenza. Todas reflejan rasgos de nuestra propia identidad que tendemos a desconocer, a repudiar y a ver solo en los demás. Así, por ejemplo, nos habita un pequeño B, arrogante y prepotente; una V, discriminadora e hipomaníaca; un M, rápido de palabra, sectario, impulsivo y colérico; quizá incluso un K, como soldado obsesionado por una misión difícil. En otros vemos nuestros aspectos ignorantes y temerosos del conocimiento o de la enfermedad, o incluso de la “palabra divina”. Tampoco es fácil reconocernos corruptos como lo hacemos con los otros.
El Congreso, entonces, es el mejor indicador de cómo estamos y de quiénes somos. Duele vernos y reconocernos en la imagen que este nos devuelve. En el país que deseamos, los parlamentarios debieran ser, en su mayoría, de alta calidad humana: con inteligencia, cultura cívica, integridad personal, salud mental suficiente y un auténtico propósito de contribuir con el desarrollo del país sobre cualquier otro interés. Pero en el Congreso actual y en las diferentes tiendas políticas, tales parlamentarios son aún minoría.