Desde el origen de los tiempos, las ciudades han sido espacios intensos de intercambio, donde los hombres han buscado construir un mayor grado de bienestar, entendido por Aristóteles como el “mejor bien”. La evolución en sus mecanismos de gobierno y regulación tiene que ver con la constante búsqueda de nuevas formas de equilibrio, que permitan repartir el bienestar que en ellas se genera. Sobran los ejemplos que demuestran que planificar las urbes multiplica el bienestar entre sus ciudadanos. Al proyectar su desarrollo desde un modelo integral y sistémico, se amplía la cartera de proyectos y el impacto positivo de los mismos, generando nuevos escenarios de inversión pública y privada.
Nuestros vecinos latinoamericanos han mejorado sus ciudades desde la aplicación de un modelo de planificación estratégico y adaptativo. Quienes hayan viajado en la última década a Buenos Aires pueden dar fe de los buenos resultados de las políticas orientadas a la recuperación de los espacios públicos, desde la gestión integral de los sistemas urbanos y la aplicación de un plan integral de movilidad sostenible. El Plan Director Estratégico de la ciudad de Sao Paulo propone destinar el 60% de los fondos obtenidos por capitalización de plusvalías para transporte público y vivienda social. La ciudad de Río de Janeiro buscó las Olimpiadas como evento detonante para el plan de transformación de la ciudad, destinando el 80% de la inversión como legado en infraestructura, vivienda social, transporte y espacios públicos. Y así podríamos seguir repasando ejemplos exitosos, en los que la planificación ha mejorado la calidad de vida de los ciudadanos y el valor de la ciudad.
El caso de Lima dista mucho de estas otras realidades. Durante la gestión municipal anterior se concluyeron los estudios para el Plan Metropolitano de Desarrollo Urbano (PLAM 2035), documento avalado por el programa de Naciones Unidas ONU-Habitat. No obstante, a la fecha, la actual gestión no ha continuado dicho proceso. En su lugar, ha aprobado –sin tener la atribución, según la Ley Orgánica de Municipalidades (art. 157)– un documento titulado “Plan de desarrollo local concertado 2016-2021”, en el cual se incorporan como “proyectos de inversión estratégica” una serie de obras viales entre las que destacan 18 ‘by-pass’, que se presentan sin contexto ni sustento de planificación.
Esto no es un tema menor. La obra más polémica de la actual gestión municipal es el ‘by-pass’ de la avenida 28 de Julio, para el que se usó el presupuesto antes reservado para el proyecto Río Verde, mediante el cual se pretendía recuperar y conectar los márgenes del río Rímac en el Centro de Lima.
Más allá del trasfondo político, lo que se pone en evidencia es que, al no tener un Plan Metropolitano de Desarrollo Urbano, la ciudad carece de un modelo consensuado de futuro, en base al cual discutir objetivamente la pertinencia de uno u otro proyecto. La ausencia de una visión integral va en contra del principio del “mejor bien”, pues en lugar de ser la ciudad la que defina sus proyectos prioritarios, queda sujeta a iniciativas aisladas que no coadyuvan entre sí, y terminan por agravar los problemas. La demostrada ineficacia del ‘by-pass’ de 28 de Julio para solucionar los problemas de congestión vehicular es la mejor prueba de lo antes expuesto.
Mediante la planificación damos escala territorial y temporal a los escenarios de solución para los problemas. Por ejemplo, se pasa de discutir sobre si necesitamos escaleras o teleféricos para acceder a lo alto de los cerros, para pensar en los posibles modelos de consolidación de la ciudad hacia sus bordes, y la densificación de las áreas con buena accesibilidad a los servicios urbanos.
Está claro que la planificación urbana no es la respuesta milagrosa a todos los males de la ciudad, pero sí es un camino técnicamente confiable por medio del cual podemos proyectar nuestro futuro, bajo el objetivo de la búsqueda del “mejor bien” para todos.