Cuando hace algunas semanas pensaba en el enfoque que debía tener este texto, imaginaba escribir –como antes– de las tareas pendientes del Estado con la población LGBT, como la sanción penal de los responsables de los crímenes que por prejuicio homofóbico y transfóbico se han cometido en los últimos años en el país, o la aprobación de los proyectos de ley sobre matrimonio igualitario e identidad de género encarpetados en el Congreso. Los episodios de los últimos días hicieron que cambie de opinión.
No sé si es que ya lo tenemos tristemente normalizado, pero creo que en el Perú buena parte de las personas LGBT nos hemos acostumbrado a vivir bajo un régimen de paranoia y de cálculo preciso en lo que uno hace, siente y dice por temor a sufrir violencia. Se disimula la caricia. Se observa atentamente alrededor. A veces por experiencia propia, otras porque se ha visto lo que le ha sucedido a alguien que es como uno. En buena cuenta, uno se siente inseguro.
Esta idea ha sido todavía más recurrente a propósito del confinamiento y donde a través de las redes sociales se ha percibido todavía más el calibre del odio que sienten algunos contra nosotros. ¿Recuerda cómo el Ballet Municipal de Lima tuvo que interrumpir hace algunas semanas la transmisión en vivo de una clase para varones por la avalancha de insultos machistas y homofóbicos que un grupo de personas realizó? Hace algunas horas, en un espacio académico convocado con ocasión del orgullo LGBT, sucedió algo similar, con burlas y hasta amenazas de muerte dirigidas a quienes estaban participando de dicho evento. Estoy seguro que en buena parte de los conversatorios virtuales organizados este mes en el mundo para hablar de la discriminación homofóbica y transfóbica han sucedido episodios similares. Son de esos insultos cuya lectura te parte el corazón y te recuerda que hay una violencia enorme en ciernes allá fuera, acumulada y lista para encontrar una próxima víctima.
No hablamos de hechos aislados. En marzo de este año, la Corte Interamericana de Derechos Humanos emitió una sentencia en la que condenó al Perú por los actos de tortura sexual cometidos por agentes policiales contra Azul Rojas Marín, una mujer trans, en la comisaría de Casa Grande en el 2008. En la decisión, el tribunal calificó lo ocurrido contra Azul como un hecho que se inscribe en un contexto de discriminación estructural: “en la sociedad peruana existían y continúan existiendo fuertes prejuicios en contra de la población [LGBT]” donde “la víctima es elegida con el propósito de comunicar un mensaje de exclusión o de subordinación”.
Siempre he querido comprender la raíz de ese fanatismo tan destructivo. Hace algunos años, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos decía que tal violencia “requiere de un contexto y una complicidad social” y “tiene un impacto simbólico” que “envía un fuerte mensaje social contra toda la comunidad LGBT”. María Mercedes Gómez, quizás la persona que más ha estudiado la violencia por prejuicio en el continente, decía que estos actos de destrucción siguen una “lógica del terror” donde “el perpetrador no solo afirma su identidad sino también la identidad que trataba de suprimir”. Hablamos pues de un mensaje que “aterroriza a todos los que se sienten o pueden ser percibidos como participantes de las identificaciones del cuerpo individual herido o aniquilado”.
¿Quién será el siguiente? Todos los LGBT sentimos ese miedo. O, irónicamente, algunos nos sentimos afortunados de no haber sufrido todavía la dimensión plena de la crueldad de tales actos. En su sentencia en el caso de Azul, la Corte Interamericana decía que esa violencia podría encontrar solución de implementarse programas de capacitación sobre diversidad sexual para los agentes policiales, fiscales, judiciales y municipales del país. Y claro, todo eso es necesario. Pero hay un nivel más fino, ese de la cotidianeidad donde creo radica la esencia del “basta” a estos episodios de muerte literal y simbólica. Esa decisión que hace que rechacemos firmemente el comentario machista, el bullying homofóbico o la burla transfóbica en nuestros espacios más cercanos. La voluntad para corregir si alguna vez hemos actuado así, y para educar a quienes dependen de nosotros de manera que esa conducta no se reproduzca más.
Se trata, en el fondo, de dejar ser feliz al otro, de no ser obstáculo para que los demás puedan ser plenamente auténticos. De eso se trata el orgullo LGBT: de mostrarnos en plenitud para recordarle que, si usted cambia, nuestra vida será mejor. Quisiera pensar que pronto, muy pronto, podremos ser y sentir libremente. Porque ese derecho, hoy privilegio suyo, todavía no es nuestro.
(*) Carlos J. Zelada es Jefe del Departamento Académico de Derecho en la Universidad del Pacífico.