Este es un momento interesante para hacer antropología del Estado. Sí, la disciplina existe hace décadas, no ha sido inventada para la redacción de este artículo. Entender las narrativas y los personajes detrás de los entramados profundos de cada una de nuestras entidades públicas, particularmente en esta coyuntura, puede constituir materia suficiente para un libro o un corto de ciencia ficción, o de terror, según la elección del lector. Los cambios intensivos de estos últimos años en el Poder Ejecutivo han alimentado la alta rotación de funcionarios públicos y la deserción de muchos otros, y con ello han complejizado las ya alteradas capas de nuestra burocracia, ralentizando la implementación de muchas políticas por la inestabilidad y poca credibilidad que muchas de nuestras entidades generan.
En este contexto de rostros y mandos que a veces cambian con cada programa dominical, muchos nos preguntamos si aún quedan funcionarios dentro del aparato estatal cuyas voces permanezcan como parte de la llamada “tecnocracia eficiente” que alguna vez tuvimos. Es altamente probable que en cada entidad permanezca parte del aparato duro que la hace andar, que conoce su normativa a detalle, que preserva la vocación por su mandato y que la defiende de actores externos que eventualmente pretendan desmantelarla de alguna u otra forma. Esto ha incluido en los últimos tiempos a diversos perfiles, miembros de altas direcciones o sindicatos, por citar algunos ejemplos. Sin embargo, la reflexión en torno al rol del funcionario público en esta coyuntura va más allá del accionar como agentes grupales de cambio dentro de una entidad.
Debemos recordar que, a diferencia del sector privado, el sector público se rige –al menos en la teoría– por una serie de normas y procedimientos que procuran que quienes operan dentro de él lo hagan en un marco estricto de regulaciones y una clara vocación de transparencia. A pesar de que muchos decisores bien intencionados han pretendido más de una vez llevar a cabo reformas innovadoras, la realidad suele aterrizarlos con las advertencias de sus asesores o abogados ad portas de la firma de un documento o propuesta de reforma (o contrarreforma). En esta coyuntura donde cambiamos de decisores a menudo, y cuando muchas de estas decisiones tienen un fuerte impacto sectorial y/o regional, ¿es viable que un decisor de política pública pueda ser 100% técnico? ¿Es factible que sus decisiones no resuenen políticamente en un contexto tan polarizado? ¿Acaso los discursos de los nuevos directivos y altos mandos del Poder Ejecutivo no rebotan positiva o negativamente en nuestro variopinto escenario social? El rol no solo de voceros, sino de actores de cambio es ineludible para muchos de estos nuevos –y no tan nuevos– personajes. Aún cuando muchos de ellos desearan que no fuese así.
Nuestro Estado emplea actualmente a 1,4 millones de peruanos. Solo un pequeño porcentaje de este valeroso grupo humano corresponde a quienes toman decisiones en las diversas carteras sectoriales que dirigen nuestras políticas y nuestro país. ¿Aún se puede contar con voces técnicas? ¿O estamos encaminándonos a una permanente politización de las políticas?