La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha advertido acerca de los riesgos para la independencia judicial derivados de que un órgano político, como en nuestro caso es el Congreso de la República, lleve a cabo el nombramiento de una alta corte, entiéndase, el Tribunal Constitucional (TC), sin que existan las garantías necesarias. Por eso, este organismo del sistema interamericano de derechos humanos (que conforme a nuestra Constitución, a diferencia de la Comisión de Venecia, goza de directa competencia en nuestro ordenamiento jurídico interno) señala que tales garantías suponen, cuando menos, el acceso igualitario e incluyente de las y los candidatos, la participación de la sociedad civil y la calificación con base en el mérito y las capacidades profesionales. A ello debe sumarse la elaboración previa de un perfil claro de las cualidades personales y capacidades que debiera reunir cada postulante.
¿Podría alguien poner en cuestión tales criterios, que surgen del sentido común, tratándose de la elección de altos magistrados para una entidad tan importante como el TC, el máximo órgano de control constitucional en el Perú, llamado a ejercer con total independencia y autonomía esa delicada función? Apartarnos de ellos implicaría atentar contra la naturaleza de este tribunal, perjudicando sustantivamente la ya golpeada y débil institucionalidad democrática en nuestro país.
Hoy, lamentablemente, el Congreso pretende forzar una elección sin ninguna garantía, echando por tierra tan razonables y convenientes pautas de acción. De consumarse este despropósito, sobrarían razones para entender que, más que una elección, se trata de una captura de este importante órgano jurisdiccional, que en el pasado reciente ha enmendado la plana, en varias oportunidades, a esa misma mayoría que controla este poder del Estado cuando, sin empacho alguno, ha violado la Constitución para confrontar a quienes osan oponerse a sus intereses.
Quizá parte de la responsabilidad de que algunos pocos, valiéndose de su actual pero siempre efímero poder en el Congreso, se encuentren decididos a actuar sin que les importe pisotear los derechos de millones de peruanos la tengamos también que asumir todos, porque no nos mantuvimos atentos frente al despojo del que fuimos objeto, progresivamente, desde años atrás, cuando sucesivos congresos fueron modificando las normas para la elección, tanto del defensor del Pueblo como de los miembros del TC.
En efecto, a inicios del 2001, poco después de que los peruanos recuperamos la constitucionalidad tras la caída del régimen autoritario y profundamente corrupto de Alberto Fujimori (como él mismo reconoció al allanarse a los cargos de corrupción que se le imputaron), existía el claro propósito de reconstruir la institucionalidad y, en ese ánimo, el nuevo Congreso instalado en julio de ese año se aprestaba a elegir a quien debía suceder a Jorge Santistevan de Noriega –ese extraordinario demócrata y maestro del ejercicio probo e independiente de la función pública– como nuevo titular de la Defensoría del Pueblo. Como lo manda la Constitución, tanto la elección de este cargo como la de los magistrados del TC debían ser el resultado de una votación en el Congreso con una mayoría calificada de dos tercios. Pero siempre estuvo claro que esa exigencia buscaba garantizar que ningún grupo político pudiera aspirar a ubicar entre ellos a sus favoritos, obligando al efecto a todas las bancadas en la necesidad de consensuar, para llegar a un resultado en el que todos, pero principalmente también la ciudadanía, pudiéramos confiar.
Es por esa razón que, por igual, las leyes orgánicas de la Defensoría del Pueblo y del TC establecían como procedimiento para llevar a cabo estas elecciones un concurso público de méritos, en el que podían participar todas las personas que estimaran contar con las calificaciones idóneas en condiciones de total transparencia y escrutinio ciudadano, con posibilidades de plantear tachas o impugnaciones para evitar malas sorpresas. En definitiva, algo similar o análogo a los criterios planteados por la CIDH. Con todas estas garantías contábamos los peruanos.
No obstante ello, cuando el proceso para elegir al defensor del Pueblo en el 2002 se vio frustrado debido a que las diferentes bancadas no pudieron llegar a un acuerdo para concretar una elección sumando los votos necesarios en aquel momento (80 de los 120 entonces congresistas), surgió la idea, aparentemente razonable, de modificar la ley orgánica de la institución para que, solo en aquellos casos en los que el concurso público no llegara a un resultado exitoso por la imposibilidad de alcanzar los votos necesarios, se pudiera optar por un procedimiento de “invitación”, en lugar de convocar concurso público. La ley modificatoria se aprobó en setiembre del 2002, y funcionó.
Dice el refrán popular: “Gallina que come huevo...”. Y cuando, a propósito de una nueva elección para elegir a miembros del TC, en el 2012, el mecanismo del concurso público puso en evidencia manejos torcidos y poco transparentes de los parlamentarios que integraban la comisión de los congresistas encargados de llevar a cabo ese concurso, nuestros “padres de la patria” optaron por lo que les pareció menos incómodo: modificar la ley orgánica del TC, pero a la par también, una vez más, la de la Defensoría del Pueblo, estableciendo que, a futuro, se pudiera optar entre el concurso público o la simple invitación para la elección de estos cargos. En otras palabras, en la práctica, anularon los concursos públicos, evitando así rendir cuenta de sus decisiones.
Es probable, sin embargo, que cuando menos algunos (no todos continúan hoy en el Congreso) de aquellos parlamentarios que en julio del 2012 perpetraron este atentado contra los principios y valores democráticos, no imaginaran siquiera que pudiera utilizarse su “criollada” al extremo al que hemos llegado bajo las actuales circunstancias. Lo que enfrentamos hoy no es solamente el despojo que viene de antes, sino la burla de esa mayoría que pretende proteger sus intereses, por encima de todo.
“La ley no ampara el abuso del derecho”, dice un consolidado principio del derecho. Sobre esa base, y teniendo presente que la sustentación jurídica de ello quedará en manos de los técnicos, el hecho político de la cuestión de confianza planteada por el presidente Martín Vizcarra debe permitir que todos los peruanos recuperemos nuestro derecho a no ser, una vez más, burlados.