En Finlandia, el movimiento de extrema derecha Los Verdaderos Finlandeses quedó segundo en las recientes elecciones legislativas y accederá muy probablemente al gobierno, en alianza con el Partido del Centro que quedó primero. En Bélgica, el primer ministro, el liberal francófono Charles Michel, tiene en su gabinete a miembros de la formación antiinmigrante la Alianza Neo-Flamenca. En Hungría, no solo la agrupación derechista Fidesz, de Viktor Orban, de claras inclinaciones autoritarias, está en el poder, sino que la segunda fuerza, Jobbik, es aun más radical.
En otros países europeos también florecen movimientos catalogados globalmente como de extrema derecha, aunque ciertamente existan diferencias entre ellos. De hecho, hay quienes prefieren utilizar la calificación de “populistas de derecha”.
Se está entonces ante un fenómeno en crecimiento que inquieta al ‘establishment’ del Viejo Continente y que, si bien viene desde los años 80 con el despegue en particular del Frente Nacional de Francia, se ha reforzado en la última década. Las raíces tienen que ver, en mayor o menor medida según los casos, con el rechazo a la inmigración, la crisis económica o el euroescepticismo, entre otros factores. No hay razón aparente para que la tendencia se frene o se invierta, por lo menos en el corto plazo.
Sin embargo, está lejana la multiplicación de gobiernos de esa vertiente. En los diferentes países, salvo en el caso de Hungría, sigue siendo mayoritario el rechazo de la opinión pública a lo extremista. Por otro lado, los sistemas electorales juegan también su papel al poner barreras a la representación de las formaciones emergentes, sean o no radicales. Así, en Gran Bretaña, en virtud del sistema mayoritario, el nacionalista UKIP, a pesar de obtener el jueves pasado alrededor del 10% de los votos, tendrá solo un diputado en la Cámara de los Comunes. En Francia el Frente Nacional de Marine Le Pen ve dificultada la presencia en el Poder Legislativo de acuerdo con su caudal de votos. Mientras tanto, en Italia se acaba de adoptar una norma que apunta a reforzar la representación de los partidos más importantes y acabar con la inestabilidad. Adicionalmente, a falta de cerrojos como los mencionados, las formaciones tradicionales pueden establecer alianzas entre ellas para gobernar y así cerrar el paso a los extremistas, como sucedió en Suecia. En otras palabras, el sistema tiene mecanismos de defensa que, mal que bien, funcionan.
El problema es que hace falta bastante más que maniobras de contención para superar el desencanto de buena parte de los electores que, por lo demás, también se traduce en ausentismo a la hora de votar. No se puede perder de vista, además, que aunque no lleguen al poder los partidos extremistas, condicionan la agenda de las principales agrupaciones. Eso es claramente lo que ha sucedido con la promesa del victorioso primer ministro conservador de Gran Bretaña, David Cameron, de convocar a un referéndum sobre la permanencia de su país en la Unión Europea. Esa sola perspectiva ya genera incertidumbre en Bruselas, así como por cierto en Londres. Es decir, el UKIP habrá obtenido un solo diputado, pero ha puesto en marcha un movimiento sísmico que tal vez llegue a mayores.