La merecida expulsión de una extremista confesa causó recientemente en los peruanos civilizados una justa combinación de satisfacción e indignación. Lo primero, al saber que finalmente nos deshacíamos de una terrorista extranjera que, luego de aprender las artes del exterminio con la insurgencia salvadoreña de los años 80, vino al Perú expresamente para colaborar con el grupo terrorista MRTA. Pero la indignación pronto disipó nuestra alegría cuando supimos que, al informar sobre su expulsión, una de las agencias de noticias más grandes y antiguas del mundo no calificaba a esa fanática como terrorista sino apenas con el sinuoso término de ‘activista’, epíteto que tan deleznable sujeta siempre deseó que se le aplicara en un vano intento por disfrazar su cobardía.
Nuestra tan justificada ira ante semejante injuria noticiosa la resumió el editorial de este Diario el 4 de diciembre pasado, que concluía con una reflexión irrebatible: “Si [...] lo que vivimos no debe repetirse nunca más, haríamos bien en empezar a llamar las cosas por su nombre”, en contundente rechazo a todo eufemismo hipócrita que permita hablar de terrorismo con retruécanos retóricos, pretendiendo pasarlos como sinónimos. Pero, llamar a las cosas por su nombre debe comenzar por exigirse que la legitimidad del vocablo se registre en el texto mismo que, por su propia naturaleza, lo define y explica, es decir, en el diccionario, lo que muy lamentablemente no sucede.
Desde hace una década llevo a cabo una batalla en solitario para que el Diccionario de la Real Academia Española (DRAE) deje de ser un complaciente observador –y por ello de algún modo cómplice– de la sangrienta era terrorista en el Perú. Lo señalé por primera vez en una contribución a la antología intitulada “En español”, publicada por Santillana en el 2001, y seguiré insistiendo hasta que se revierta semejante anomalía, porque el distingo que hace el diccionario oficial del idioma entre los adjetivos ‘etarra’ y ‘senderista’ es ofensivo para todos los peruanos.
Efectivamente, aquel define textualmente a un etarra como alguien “perteneciente a la organización terrorista ETA”, en referencia a la banda asesina vasca, mientras que un senderista es alguien “perteneciente al grupo revolucionario Sendero Luminoso”. Pero ¿se trata acaso de un diccionario ideológico en lugar de gramatical? La pregunta es válida porque apenas cabe una sola lectura a semejante insensatez: mientras que los senderistas peruanos serían simples guerrilleros –léase rebeldes luchando contra la opresión–, los etarras son unos tenebrosos terroristas, es decir, una manga de subversivos combatiendo una democracia. Felizmente el diccionario académico nunca se dignó incorporar una definición del vocablo ‘emerretista’, lo cual, más que una omisión, demuestra que hasta para referirse a la bestialidad humana siempre hubo cuando menos jerarquías filológicas...
No debemos considerar tan agraviante contraste de definiciones como una inocente lenidad o un inadvertido descuido, puesto que todo hispanohablante tendrá siempre como referencias básicas las explicaciones contenidas en esa herramienta oficial del idioma que es el diccionario. Y también, porque son estos prejuicios lingüísticos que sujetos repudiables como la terrorista que acabamos de expulsar, podrán seguir usando para justificarse frente a periodistas incautos o medios de prensa inertes dispuestos a corear sus repulsivas ideologías.