¿Qué tiene de particular este virus? Que es general. Ha creado una crisis universal. Nos cuestiona profundamente sobre el mundo en el que vivimos. Nos muestra lo fútil de haber creído que habíamos domesticado a la naturaleza. Los inmensos avances de la ciencia y la tecnología quedan cortos ante la realidad de un virus que nos amenaza sin piedad. Sentíamos que ya podíamos controlar la vida y reproducirla en un laboratorio, alimentando nuestra natural tendencia a la omnipotencia. Sin embargo, constatamos ahora cuán vulnerables estamos ante lo imprevisto.
El desconcierto de lo familiar –un virus como tantos– nos enfrenta a lo terrorífico desconocido –el coronavirus– instalándose en el núcleo de nuestras vidas, afectando nuestra intimidad y resquebrajando los cimientos en los que hemos construido nuestra vida en comunidad.
El virus aparece en un escenario en el que ya veníamos experimentando la zozobra sobre el cambio climático y la dificultad del orbe de soportar a 7 mil millones de nosotros. Todos con necesidades adquiridas –algunas imprescindibles, otras superfluas– que han determinado nuestra manera de vivir. Hoy, nos encontramos ante preguntas muy complejas sobre la permanencia de nuestras costumbres, pero, sobre todo, sobre el futuro de la especie humana. La pandemia nos enfrenta a la existencia misma, poniendo en jaque la sobrevivencia individual y colectiva tal y como la conocemos. Lo que era solo probable en las películas de ciencia ficción, se ha vuelto realidad.
Estamos ante una experiencia disruptiva colectiva. Esto significa que el impacto de la realidad externa estremece nuestro mundo interior. Con la aparición de lo disruptivo, se afecta la integridad psíquica, comprometiendo las emociones, el pensamiento y el sentimiento de pertenencia, lo que produce efectos variados.
Es así que las respuestas de cada uno dependerán de las capacidades individuales y familiares de reconocer el peligro, de adaptarse a las condiciones de aislamiento, de tolerar el aumento de la ansiedad y de contar con recursos psicológicos para enfrentar lo disruptivo. Pero el sentir es colectivo, involucra a toda la población –aunque de diversa manera e intensidad– en un sentimiento compartido de angustia, desprotección y duelo.
En una situación de estas características tendemos a necesitar, más que nunca, la seguridad de una autoridad, tanto en las directivas a seguir como en el cuidado y atención que requerimos para sobrevivir. Esto permite entender por qué, siendo magros los resultados, el 70% de los peruanos aprueba a su presidente (Ipsos, junio). Es una respuesta a los esfuerzos desplegados, pero, sobre todo, una demostración de la necesidad de alguien en quien confiar.
Pero la realidad de nuestras instituciones y de las carencias de gestión está horadando el gran esfuerzo desplegado hasta ahora, y vemos declinar la confianza en los líderes y en los gestores. Los múltiples encargados de cuidarnos están tan afectados como nosotros por la experiencia disruptiva. Sentimos su agotamiento, sus temores y cómo la incertidumbre los va ganando. Asoma el riesgo de la orfandad colectiva.
Por otro lado, las personas que en un primer momento fueron abrumadas por el temor, se ven hoy confrontadas, además, a la depresión por los que están partiendo durante la pandemia. Los pedidos de soporte emocional que se consignan en las llamadas telefónicas a especialistas* han dado un giro y lo que se recibe hoy es, ante todo, el lamento por las pérdidas humanas.
Al salir a las calles, nos vamos a encontrar con un enemigo invisible. Solo veremos a sus posibles portadores. Esto va a significar modificaciones en la manera en la que se van a dar las relaciones. Muchas estarán signadas por la aprensión, la suspicacia y –quizás– hasta la discriminación (de la que ya tenemos mucha práctica). Pero en todos los casos, tendremos que manejar la ambivalencia entre el temor al contacto y la necesidad de conectarnos.
Esta no es la primera ni será la última crisis que pone en riesgo al mundo. Será el reto de nuestros tiempos encontrar las respuestas y hacer uso de la flexibilidad y adaptabilidad del ser humano. Tendremos que confiar en la ciencia y en sus propuestas pero, ante todo, en la capacidad de los políticos y gestores de poner en marcha cambios imprescindibles para el bien común.
*Nota de la autora: La Sociedad Peruana de Psicoanálisis y la asociación “Psicólogos Contigo” han puesto a disposición de manera gratuita una línea de soporte emocional telefónica. Se han recibido casi 6.500 llamadas en lo que va de la crisis.
Nota del editor: Esta columna forma parte de una serie de artículos en la que distintos especialistas, invitados por el área de Opinión de El Comercio, reflexionan sobre cómo la cuarentena que hoy cumple 100 días ha impactado en diversos ámbitos de nuestra sociedad.