La llegada de Pedro Castillo a Palacio de Gobierno obliga a buscar alternativas para interpretar y entender el Perú. Que su elección haya generado tanta sorpresa, un pasmo del que todavía las élites no logran salir, puede deberse a que los códigos del presidente y quienes votaron por él no son comprendidos por quienes históricamente han sostenido las riendas del país.
Por eso, en esta coyuntura, la lingüística y la semiótica, sin caer en ideologías ni polarizaciones, pueden proveer una mirada original sobre cómo las diversas naciones que conviven en el Perú crean sus propios sentidos. Si el lenguaje es una de las principales características que define al ser humano y sus culturas, entonces estas disciplinas que se encargan de estudiar el lenguaje pueden echar luces sobre la concepción que tienen del mundo quienes eligieron a Pedro Castillo.
El libro definitivo para ahondar en esta cosmovisión es “La palabra permanente”, de los lingüistas y semiólogos Juan Biondi Shaw y Eduardo Zapata Saldaña, quienes a mi juicio son dos de los más destacados intérpretes del Perú contemporáneo. El libro –que esta semana cumple 15 años de ser publicado por el Fondo Editorial del Congreso– explora cómo las mayorías peruanas le dan sentido a su vida a través de lo oral, a pesar de que el sistema ‘formal’ de pertenencia y de ciudadanía es el escribal, aquel cuyo orden social está dado por la escritura y dominado por una reducida élite de burócratas, abogados, empresarios, periodistas, intelectuales y demás. El código cultural de la palabra escrita desprecia y, por lo tanto, margina todo lo que no es semejante a él. Por eso, “papelito manda” es una frase con tanto significado en este país.
Lo que permite “La palabra permanente” es extrapolar su teoría a situaciones cotidianas, especialmente desde la dicotomía escribal/oral, sin las ideologías ni aspavientos que abudan hoy, sino más bien con rigor académico. Por ejemplo, lo urbano castellanohablante es escribal y, por lo tanto, lo deseable, mientras que lo rural y quechuahablante es oral y, por lo tanto, folclórico; la minera es escribal y ‘la comunidad’ es oral; el sanisidrino es vecino, el cañetano es poblador. Es Zavalita versus el oprimido Nictálope de Redoble por Rancas (tener que explicar quién fue el Nictálope y no Zavalita ya es un ejemplo del desprecio histórico de lo oral).
Recientemente, el psicoanalista Max Hernández, quien además escribió el proemio del libro mencionado, señaló que Pedro Castillo supone un problema al “universo letrado”, y que entre los letrados y los orales existe una “incompatibilidad emocional”. Esto se relaciona con las teorías de Biondi y Zapata, quienes sostienen que en el Perú hay cosmovisiones enfrentadas porque las categorías que componen la escribalidad y la oralidad son antagónicas. Son códigos y sentires excluyentes. El poder en Occidente y, por lo tanto, en el Perú, está basado en la formalidad que provee la objetividad de la escritura. Salir de esta provoca una crisis. Se puede ver claramente en la discusión de estos días sobre la designación de autoridades en el Estado. La objetividad de la escritura obligaría a que se respeten requisitos para nombrar a personajes idóneos; la subjetividad de la oralidad lleva a que se nombren personajes cercanos al presidente. Quizás incluso la ‘polarización a la peruana’ que explotó durante las elecciones proviene también de estas significaciones opuestas entre lo escribal y lo oral.
En estos días, leer “La palabra permanente” es un ejercicio para salir de las preconcepciones asustadas que en los últimos meses han llevado a gritar ‘comunismo’ y ‘fraude’, y para entender los códigos que hay detrás de las montañas que encierran a la costa. Quizás es lo que más le haga falta al peruano de hoy: esforzarse por entender, cualquiera que sea el resultado.
*El autor mantiene una relación de amistad con Juan Biondi Shaw y Eduardo Zapata Saldaña.
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