Cuando el Gobierno anunció una ‘tarifa social’ plana con las clínicas privadas para los pacientes con COVID-19, generó la impresión de que la congestión hospitalaria se había resuelto; la atención de personas infectadas ahora sería mejor y más rápida. Sin embargo, este modelo de pago crea una falsa percepción de mejora y no resuelve un problema de fondo: la baja capacidad estatal de gestión en salud.
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Para que una tarifa social por “todo costo y servicio” sea un modelo de pago efectivo, que controle costos y mejore la calidad de la atención, necesita que los proveedores de salud compitan entre sí y que todos, o una gran mayoría de la población, estén asegurados. La tarifa anunciada no cumple estas condiciones. Por un lado, solo hay competencia real en la prestación privada de salud, que representa menos del 10% de la oferta nacional. Por el otro lado, la tarifa social aplica solo para afiliados al seguro estatal SIS (poco más del 50% de la población) y que necesiten con urgencia una de las camas UCI disponibles en las clínicas (al 13 de julio quedaban 16 camas a nivel nacional). A simple vista, este modelo no impacta en un segmento de costos representativo del sector salud, no ataca el problema de gestión de la provisión y aseguramiento en salud presente en el 90% del sector en manos del Gobierno, ni resuelve el problema de acceso a la salud del 15% de peruanos que viven sin seguro de salud y de espaldas al sistema. No obstante, la tarifa social tuvo el efecto colateral de suspender los copagos para los pacientes asegurados en clínicas privadas.
¿Por qué los costos elevados de las clínicas? En gran parte, por la consolidación vertical de la provisión y el aseguramiento de esta industria: el dueño de la clínica que brinda el servicio es también el dueño de la aseguradora que lo financia. Así, mientras que la clínica quiere cobrar lo máximo posible, el asegurador quiere pagar lo menos. Teniendo ambos roles incentivos económicos opuestos, no hay quien negocie por el paciente, que queda expuesto a mayores precios no necesariamente por mejor calidad. Pero la consolidación no es exclusiva del sector privado. Essalud, que atiende al 25% de la población, es prestadora y aseguradora. Lo mismo ocurre con el hospital y seguro de las Fuerzas Armadas y con los centros del Ministerio de Salud –que, además, contradictoriamente supervisa al asegurador estatal SIS–. Así, considerando que los pacientes no somos ni remotamente sofisticados en temas de salud, somos consumidores por necesidad normalmente cuando estamos enfermos, y contamos con muy poco poder de negociación, somos los perjudicados con un sistema plagado de conflictos de interés.
Mas bien, la tarifa social, con la falsa percepción de mejora integral y control de costos, podría abrir la puerta a un modelo de tarifa fija de “pago por prestación” o ‘fee for service’, muy cuestionado en otros países. Asumiendo que las personas se comportan como agentes racionales, el pago por prestación no genera incentivos para mejorar la calidad de los servicios ni los resultados en favor del bienestar del paciente. Generalmente, fomenta la sobreutilización del sistema por premiar volumen (número de pacientes atendidos) a costa de calidad y eficiencia. En los países en los que se aplica este modelo –como los Estados Unidos– abundan los casos de fraude, y los proveedores se alejan de la motivación de servir por satisfacer las condiciones por las que se les paga.
No podemos hablar del año de la “universalización” de la salud mientras nuestro sistema languidece, principalmente, por un grave problema de capacidad de gestión y baja ejecución presupuestaria. Un mal modelo de pago puede perpetuar el problema de gestión de nuestro precario sistema de salud, y seguir haciendo inalcanzable la salud en la práctica. No se trata de uno o de varios villanos, mas bien de un único perjudicado: el paciente.
(*) Ximena Benavides es Investigadora del Schell Center y Solomon Center, Universidad de Yale.