"No se puede negar la habilidad de las organizaciones terroristas para sumergir al Estado en la ceguera". (Ilustración: Víctor Aguilar)
"No se puede negar la habilidad de las organizaciones terroristas para sumergir al Estado en la ceguera". (Ilustración: Víctor Aguilar)
Carlos Enrique Freyre

Todavía pasarían bastantes días, incluso más de un año, hasta que la mayoría de peruanos supieron que la guerra les estaba declarada. Era 1980. Hasta ese entonces, como moneda corriente, se creía que las guerras se firmaban en un bando de papel y se publicaban en la portada de un diario con una fotografía del enemigo. En cambio, de las batallas que íbamos a pelear, no se tenían noticias, sino rumores; y los rumores en el Perú de ese entonces podían provenir de cualquier selva o de las paredes de una montaña.

Hubo varias formas de enterarse. Podía ser dentro de un ascensor, cuando se atascaba. Cuando te pintaban una hoz y un martillo en la pared de al frente. Con un trapo rojo, con un cerro iluminado, con un bombazo en el vecindario o la amarga sensación de que tu padre estaba siendo aniquilado en tu presencia.

No se puede negar la habilidad de las organizaciones para sumergir al Estado en la ceguera. Las posibilidades de defenderse con éxito si se tienen los ojos vendados, casi siempre son nulas. Con la realidad dando coletazos, el gobierno encargó a las resolver el problema. Jóvenes oficiales, suboficiales y soldados comenzaron su recorrido por la novísimas “zonas de emergencia” a combatir, escribiendo un capítulo complejo de la siempre empinada historia del Perú.

La memoria que se tiene sobre lo que ocurrió, está evidenciada en fotografías y hechos cuya mediatización ha sido tan restregada, que da la impresión de que en 20 años hubieran pasado pocas cosas. Pacificar el país, implicó que se movilizara una maquinaria militar que incluía decenas de miles de hombres, aeronaves, suministros, embarcaciones y, sobre todo, un espíritu patriótico que gritaba que el Perú debía continuar siendo el Perú, y no aquel Estado que, en sus trasnochadas entelequias, imaginaba la cúpula terrorista.

Nuestro Ejército, de Guerra y Fuerza Aérea, cumpliendo el orden constitucional vigente, enfrentaron el problema con las armas que tuvieron y jamás renunciaron a hacerlo. Sus convicciones, adquiridas mediante extensos procesos de instrucción, indicaban que se debería hacer frente a la intención abierta de las organizaciones terroristas de exterminar a nuestra República y reemplazarla por un estado, que, en su ideario, debería solucionar los problemas con los que vimos la luz. Sin embargo, también contemplaba asesinar a sus ciudadanos, destruir la propiedad pública y privada y aniquilar todo cuanto fuera contrario a sus propósitos.

En archivos, hay cientos de testimonios que atestiguan el valor de nuestros compatriotas con uniforme. Por ejemplo, el 30 de diciembre de 1989, sobre el río Huallaga, una patrulla en deslizador, al mando del suboficial EP Octavio Pinchi que auxiliaba a unos pobladores, fue atacada con ametralladoras por una columna de terroristas disfrazados de policías, desde la playa. Pudiendo seguir su camino, los soldados, de apenas 18 años, decidieron enfrentar las ametralladoras y la fusilería, y saltaron al agua con su equipo completo, corriendo el peligro de ahogarse.

Me imagino esa sensación, la de pelear desde la correntada del agua, a un paso de fondearse por el peso de las armas, la munición y el equipamiento. En esas condiciones, se fue venciendo la irrupción de la violencia armada. El costo: entre 1982 y 1999 murieron 1.067 miembros del Ejército, 93 de la Marina y 10 de la Fuerza Aérea, en enfrentamientos o asesinatos selectivos. El año 1992 fue el más duro: fallecieron 212 militares, casi 2 al día en acciones de combate, principalmente en la región del Huallaga. Hubo más de un millón de patrullajes, de distinta magnitud y duración.

Producto de la experiencia que consiguieron los contingentes que iban, se involucraban y retornaban de las zonas de emergencia, se cayó en la cuenta de que el terrorismo florecía con facilidad en aquellas regiones donde la presencia estatal era nula, y es justo en los vacíos más profundos sobre los que prospera mejor el miedo y sus contubernios.

El Perú, fracturado de nacimiento, requería de esa comprensión para superar sus dolencias. Así que el esfuerzo no solo era pisar el fango o escalar las abras de la cordillera o batirte con fusilería, sino construir carreteras y caminos, reabrir colegios, refundar pueblos, enseñar a leer y escribir, participar de la vida comunal, respetar la cultura local y hacer conocer a aquellos compatriotas que la luz al final del túnel estaba cerca. Un oficial, Amador Ocampo, construyó un muro de madera con torreones que permitió salvar la vida de dos mil personas, a orillas del río de Apurímac.

Desde el primer oficial caído en 1983, el capitán Juan Davelouis; hasta el último, a finales del año pasado en la operación “Ojo de Águila”, el valiente capitán Luis Marzal, los soldados de nuestra República se mantienen unidos, firmes y dignos.

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