Desde hace aproximadamente un año, el hostigamiento sexual en las universidades viene siendo visibilizado, con fuerza, como un grave problema que afecta principalmente a las estudiantes. No se trata de un fenómeno nuevo; por el contrario, estamos ante interacciones y prácticas normalizadas, de las que hoy se toma conciencia, que son expresiones de la violencia de género estructural en el país. ¿Qué ha hecho posible esta visibilización? Estamos viviendo los tiempos del #Metoo, NiUnaMenos, Se Acabó el Silencio, etc., que nos están permitiendo ver, desde la perspectiva de las agraviadas, la magnitud, gravedad y antigüedad del hostigamiento sexual en los espacios de la educación superior. No menos importante ha sido el efecto de la nueva Ley Universitaria que considera que el hostigamiento sexual es una falta muy grave y de las recientes modificaciones a la Ley 27942 que obligan a las universidades públicas y privadas a crear sistemas para investigar y sancionar el hostigamiento sexual. No son normas perfectas, pero han tenido un impacto favorable en el sentido de movilizar a los centros educativos superiores a tomar cartas en el asunto.
Un papel fundamental viene cumpliendo la Sunedu al supervisar cómo están actuando las universidades frente al hostigamiento sexual, y también la Defensoría del Pueblo, que ha venido desarrollando acciones para diagnosticar de manera más precisa la problemática.
Las características del espacio universitario y la naturaleza del hostigamiento sexual exigen que los órganos que investiguen y resuelvan las denuncias sean autónomos para que estén libres de todo tipo de injerencia política y que sean técnicos-especializados en violencia de género. Hay un factor clave en este tipo de violencia que es la dinámica del ejercicio del poder, y es la perspectiva de género la que provee las herramientas necesarias para detectarla.
En el actual contexto, no se han hecho esperar las resistencias de ciertos sectores en el interior de las universidades frente a la sanción del acoso sexual. Con argumentos como el que se está generando un “pánico sexual” o que estamos asistiendo a una “cacería de brujas”, entre otros, se ha pretendido socavar los avances en materia de sanción de este tipo de hechos. De otro lado, las estudiantes tienen miedo a denunciar, sobre todo cuando quien las acosa es un docente, porque hacerlo puede suponer un costo muy alto para su futuro profesional, especialmente en aquellos casos en los que el docente tiene una posición dominante en el mercado de trabajo en el que las denunciantes pretenden tener un lugar al culminar sus estudios.
Ante este panorama, es muy importante que las universidades destinen esfuerzos en prevención. La lucha contra el hostigamiento sexual no puede depender exclusivamente de la punición puesto que estamos ante culturas institucionales que hay que cambiar y eso solo se logra cuestionando tanto las prácticas de ejercicio de poder nocivas como las tradicionales maneras de ser hombres en la academia. La voluntad política de las autoridades universitarias es la clave, esperemos que estén a la altura de la responsabilidad que les compete para construir espacios educativos libres de violencia.