Desde sus orígenes, las constituciones surgieron como una forma de regular y limitar el poder público. Con los años, los países han ido adoptando modelos de organización forjados en otros lares, acríticamente en muchos casos, y eso permite explicar parcialmente los problemas que se generan en la distribución de roles y competencias, porque esos modelos no necesariamente se ajustan a la dinámica realidad de las fuerzas políticas que finalmente regulan. El Perú es parte de esa herencia.
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Durante la vigencia de la Constitución Política de 1993 hemos tenido tres períodos de conflictividad, distinguibles entre sí, sobre las implicancias de la forma de reparto de los poderes públicos, particularmente entre el Ejecutivo y el Congreso. En un primer momento, durante los gobiernos de Alberto Fujimori, el modelo de reparto de poderes fue cuestionado de facto por las denuncias de corrupción y de intervención ilegítima del régimen en la autonomía de los poderes y organismos constitucionales del Estado. Así, los conflictos no aparecían en torno al esquema abstracto de reparto de poderes consagrado en la Constitución, sino en torno a la forma en cómo se promovieron intervenciones extrajurídicas para cambiar, por ejemplo, la composición parlamentaria, cuya revelación llevó finalmente a la caída del gobierno autoritario.
En un segundo momento, con los intentos de construcción de la democracia en este milenio, los conflictos entre Ejecutivo y Congreso tuvieron un matiz diferente porque quienes ganaron la presidencia contaron con una importante mayoría parlamentaria inicial que, aunque desgastada con el tiempo, les permitió gestionar acuerdos de gobernabilidad. En este período se hizo uso de las figuras de contrapeso de poderes establecidas en la Constitución como las interpelaciones y los pedidos de censura ministeriales, pero sin activar las formas más intensas de intervención entre poderes del Estado previstas en la Carta Constitucional.
El panorama cambió radicalmente en el 2016 cuando, a contracorriente de la regla de los últimos lustros, la fuerza que ganó las elecciones presidenciales no contó con una mayoría parlamentaria, sino que esta recayó en una fuerza opositora absoluta. En este tercer momento, hemos sido parte de una dinámica de confrontación canalizada no solo con los mecanismos constitucionales regulares de interpelación o censura ministeriales, sino con la puesta en marcha de las formas más extremas de conflictos entre Ejecutivo y Parlamento: la disolución constitucional del Congreso y los pedidos de vacancia presidencial.
Ninguna norma jurídica es capaz de prever y contener la dinámica de la realidad. Pero, justamente por eso, se requiere ajustar las disposiciones vigentes cuando la evidencia muestra que sus alcances han sido desbordados. Por ello, parte de la agenda del bicentenario debieran ser las reformas para reordenar el equilibrio de poderes ante la muy probable posibilidad de que en los años siguientes las fuerzas del Ejecutivo y el Congreso no sean de la misma tienda política, como fue durante los primeros 15 años de este siglo.
Pero toda reforma constitucional requiere acuerdos políticos sostenidos y desinteresados, y eso no siempre es alcanzable. Por eso ha sido vital en los últimos años el rol del Tribunal Constitucional, que forma parte de la institucionalidad imperecedera que nos permite gestionar las crisis por caminos propios de un Estado de derecho. Ese es el valor de los conflictos competenciales regulados en la Constitución y encargados a este órgano, procesos que permiten dirimir problemas de aplicación en las atribuciones de los poderes estatales.
Ha sido la justicia constitucional la que ha parametrado en dos años los alcances de las cuestiones de confianza, las reglas de la disolución parlamentaria y lo hará en los meses siguientes con la vacancia presidencial por incapacidad moral permanente. Ante la ausencia de acuerdos políticos para cambiar estas figuras en el futuro inmediato, los marcos generados en la justicia constitucional marcan un camino de control frente a futuros excesos del poder.
En los países de la región existe una necesidad común de precisar cuáles son los mecanismos de control político entre los parlamentos y quienes ejercen la presidencia. La relevancia ha sido tal que en el 2018, la Corte Interamericana de Derechos Humanos empezó, a pedido de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, un proceso de opinión consultiva para delimitar el alcance de los juicios políticos, lo que quedó sin término por la conflictividad misma que genera el tema.
Forjar un Estado de derecho es una tarea compleja y de largo aliento. Por eso es vital que la nueva composición del Tribunal Constitucional, que dirime los conflictos políticos de la mayor relevancia, sea independiente de quienes están ahora en el poder y de quienes lo estarán en el futuro. El cambio en su sistema de elección, antes de su renovación, debiera ser parte ineludible de la apuesta por la institucionalidad democrática. Nuestro conflictivo contexto nacional así lo exige, nuestra consolidación como país así lo requiere.