Los esfuerzos del cardenal Barreto y del secretario del Acuerdo Nacional, Max Hernández, solo producirían un resultado eficaz si estuvieran orientados a buscar a un primer ministro que provenga del sector opositor, que despierte confianza –al estilo de Manuel Prado con Pedro Beltrán– y a quien se le dé todos los poderes para gobernar –al estilo de la cohabitación francesa–. Eso supondría la ruptura con Cerrón, que ya está disparando tuits acusando un “golpe eclesiástico”, y también con los chotanos, para empezar a reconstruir la capacidad de gestión del Estado y reenrumbar las políticas públicas.
Sería la solución. Nos ahorraríamos el trauma de una vacancia o de un adelanto de elecciones. El problema es que ya parece demasiado tarde para una salida como esa. En cualquier momento puede aparecer alguna denuncia que involucre directamente al presidente en un acto de corrupción, lo que provocaría el fin de su gobierno. Va a ser difícil que alguna personalidad de peso acepte el premierato en esas condiciones.
Entonces, regresamos al Congreso como fuente de solución. Pero ocurre que también se cuestiona la legitimidad del Parlamento para actuar porque su aprobación es aun menor que la de Castillo. Sin embargo, es una falacia interesada comparar la popularidad del presidente con la del Congreso. Primero, porque el Parlamento no ejecuta y, por lo tanto, no puede entregar resultados, con el agravante perverso de que, para hacerlo, algunos congresistas entran en arreglos turbios con algunos ministros. Y florece el jardín infantil. Segundo, porque el Congreso no es una entidad con unidad de objetivos como el Ejecutivo, sino con multiplicidad de ideologías, propósitos e intereses. Es, por definición, la discusión, el desacuerdo y el desorden. Esa es su naturaleza. Y tercero, porque suma el rechazo de las dos posiciones opuestas: la de los opositores al gobierno que censuran al Congreso por no haber vacado al presidente y por no contener el asalto patrimonialista al Estado, y la de los partidarios del gobierno, que más bien consideran que el Congreso, al revés, es obstruccionista y no deja trabajar al Ejecutivo. Esa es la “narrativa” del presidente, el primer ministro y los ministros.
El Poder Legislativo, entonces, lleva siempre las de perder. Y pese a que se ha ganado a pulso la crítica certera de que hay intereses lamentables que mueven decisiones y que se aprueban leyes nocivas, el daño ocasionado por el Ejecutivo en este momento es mucho mayor. No tiene sentido poner al Congreso al mismo nivel, porque entonces la salida política será más complicada. La crítica extrema al Congreso es, en el fondo, una demanda autoritaria. Cerrar el Congreso es la aspiración y el placer máximo de los líderes autoritarios y los golpistas. Porque de todas las instituciones republicanas, el Congreso es la que, mal que nos pese, simboliza la democracia liberal.
Pero a ese problema se agrega la dificultad que tienen los líderes políticos para sentarse a diseñar una salida antes de que sea demasiado tarde. Anteayer vimos a los trabajadores de Cuajone marchando a recuperar la fuente de agua criminalmente capturada por comunidades, aplicando la ley por su propia mano en ausencia de la acción del Estado. Estamos desembocando en la guerra de todos contra todos, en ese estado de naturaleza previo al Estado ‘hobbesiano’. Las oficinas de gestión de conflictos de la PCM y del Ministerio de Energía y Minas han sido tomadas por operadores de Perú Libre expertos, no en resolver, sino en generar conflictos. Mientras tanto, el Ministerio de Trabajo autoriza una huelga de aeroportuarios justo en Semana Santa, dejando a 8.000 pasajeros sin vuelo. Esto, luego de que se bloquearan todas las carreteras del país durante días, solo para entregar la Sutrán a colectiveros ilegales. Y así sucesivamente.
Es hora del diálogo político para salir de esto.