En el colectivo imaginario global, corrupción es el pago de un soborno para asegurarse el uso de una cama de hospital o desviar fondos destinados a la construcción de hospitales tan escasos y necesarios en esta pandemia. Pero hay otro tipo de prácticas corruptas, aquellas que son ilícitas aún cuando legalmente permitidas. Líderes políticos condicionando planes de compra y distribución de vacunas a cambio de ser vacunados o dirigiendo la intención de voto electoral, son también actos condenables. Lamentablemente, instituciones mundiales, como la Corte Suprema de EE.UU., han transformado la definición en una limitada y científica, alimentando la idea de que solo son conductas corruptas las que superan la “revisión técnica”.
Incluso antes de la pandemia, investigadores en salud pública llamaban a la corrupción la “pandemia ignorada”. Otros, como la exministra de Salud mencionada en el ‘Vacunagate’, Patricia García, comentaban apenas hace un año en “The Lancet” que la corrupción en el sector salud era un “secreto a voces”. Ya perdíamos globalmente US$500 billones anuales en corrupción, según Transparencia Internacional, y se esperaba que aumentase con la pandemia al crearse un contexto de necesidad y escasez. Peor aún, la corrupción mata. Existe una contundente correlación entre esta y la alta mortalidad infantil y materna, muertes por cáncer, resistencia antimicrobiana, entre otros, así como baja satisfacción y confianza en el sistema de salud. Sin embargo, le restamos importancia a prevenir la corrupción.
Estamos entendiendo este problema de manera errada y ‘Vacunagate’ es la oportunidad para repensarlo. La vacuna contra el COVID-19 es un instrumento de poder que puede ser utilizado para ejercer control y decidir quién vive. Quién otorga la vacuna, a quiénes y por qué son preguntas clave para entender cómo el privilegio puede definir el acceso a la salud. Esas son las preguntas a tener en cuenta al identificar a los integrantes de la lista. Tener prioridad para acceder a “muestras gratis” de vacuna, decidir unilateralmente vacunarse y vacunar a otros –clandestinamente– es un recordatorio de que detentar posiciones de poder, a la luz de grandes inequidades sociales, políticas y económicas, con pobre vigilancia y supervisión, convierte al ser humano en menos humano. Nos debe indignar que esos privilegios estuvieron por encima del bienestar del personal médico. Gozar de privilegios no es pecado, sí su uso irresponsable. Algunos decidieron “saltarse la cola” y coger los puestos del personal de primera línea. No valemos lo mismo cuando se trata de salud. Hemos normalizado la “vara”, asumido (incorrectamente) la legitimidad de la meritocracia, y satanizado la corrupción selectivamente.
La solución a una corrupción resiliente está en el sistema. Desperdiciamos con pobres leyes y políticas públicas la oportunidad de desincentivar el ejercicio de privilegios que provienen de estructuras de poder, en beneficio propio y por encima del bienestar común. Si tan solo reconociéramos estas fallidas oportunidades como las rajaduras fértiles para la corrupción, entenderíamos que las reglas de juego importan bastante más que las estrategias basadas en criminalización y con ellas podríamos hasta restablecer equidades en el acceso a la salud.
En el Perú, gobernar en tiempos de pandemia no es sinónimo de vocación de servicio, sino de aprovechamiento de la confluencia de poder, escasez y privilegio. Una tormenta perfecta. No somos una sociedad culturalmente condenada a ser corrupta; esa es otra mentira. Pero somos responsables de no habernos preocupado lo suficiente en desarticular las estructuras de poder más dañinas para una sociedad equitativa y justa.
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