Los números que presentó el titular del Interior, José Luis Pérez Guadalupe, son indiscutibles y más que alarmantes: en los dos primeros meses de este año la policía detuvo en Lima 992 personas y solo 45 llegaron a prisión. Sea cual sea nuestro punto de vista, la imagen que presentan estas cifras es inaceptable. Pero no es nueva. Aunque muestran cierto incremento, corresponden a un patrón absolutamente establecido entre nosotros desde hace bastante tiempo. En Lima los detenidos en flagrancia saben que probablemente bastará con esperar 24 horas para recuperar la libertad. Solo cuatro de cada cien enfrentan el riesgo de permanecer detenidos por más de un día. En estas condiciones, las detenciones en flagrancia no tienen cómo cumplir alguna función en la desestimulación del delito. Cualquier delincuente notará que puede actuar en un medio que le impone riesgos inaceptablemente bajos y esto es exactamente lo mismo que ofrecerles la posibilidad de delinquir con total impunidad.
Pero sorprende que podamos confundirnos tanto para obtener conclusiones de esta evidencia. El ministro Pérez Guadalupe, experto en la materia, sabe que solo en enero de este año ingresaron a las cárceles de Lima 346 personas (poco más de 20 detenidos en flagrancia) y sabe que las cárceles de la capital no tienen capacidad de albergue ni siquiera para ellos. Para que las cifras sobre detenciones ofrezcan un resultado distinto, Lima debería tener capacidad para albergar en sus cárceles en un solo mes al menos 600 ingresos nuevos, y tiene una capacidad de albergue para nuevos ingresos mensuales de aproximadamente 170. Para exigir que el sistema retenga al menos a la mitad de las personas que sorprende en flagrancia, el sistema penitenciario debería crecer más de tres veces y media.
Si el sistema no impone consecuencias reales al delito, es porque ni siquiera tiene dónde hacerlo. De un experto como el ministro Pérez Guadalupe habría esperado entonces una conclusión categórica que aún no escucho: el sistema penitenciario de Lima no solo debe reformarse sino debe reinventarse absolutamente. Para fines prácticos, es casi como si no existiera.
He repetido estas cifras, por cierto, muchas veces con menos éxito que el que ha tenido el ministro Pérez Guadalupe. Lima norte, por ejemplo, tiene dos millones de habitantes y ninguna prisión que le permita retener a quienes son detenidos en flagrancia. Lima sur tiene 1,5 millones de habitantes y enfrenta la misma carencia. Solo Lima este tiene una cárcel común, Lurigancho, pero este establecimiento atiende a toda la ciudad, no solo a esa zona. Lima centro tiene 1,9 millones de habitantes y un establecimiento común, pero este también atiende a toda la ciudad. ¿Cómo pretendemos que el sistema de seguridad ciudadana funcione en estas condiciones?
La cuestión sobre la inutilidad de las detenciones en flagrancia no tiene relación con una incomprensión de las fiscalías o los juzgados hacia el trabajo de la policía. Por cierto, como demuestran las cifras de la oficina de Imelda Tumialán en la Defensoría del Pueblo, tampoco tienen que ver con deficiencias en el trabajo policial. Y no tienen que ver con el predomino de una teoría legal u otra. Tienen que ver simple y llanamente con la inexistencia de un sistema penitenciario con capacidad de albergue mínimamente razonable para operar. Más del 90% de las personas que son detenidas en flagrancia recuperan la libertad en 24 horas porque no hay dónde retenerlas. Así de simple.