Falta apenas un año para la celebración de nuestro bicentenario y en los meses, y acaso años, que vendrán nuestra realidad estará marcada por los devastadores efectos del COVID-19. La atención a las urgencias de salud y económicas serán sin duda prioritarias. En ese sentido, ¿hay espacio para plantear la discusión sobre el bicentenario? La respuesta es sí, en tanto ella implique un debate honesto sobre lo que somos como país, lo que hemos sido, y lo que queremos ser.
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No es de extrañar que, según la encuesta de julio del 2019 del Instituto de Estudios Peruanos (IEP), el 46% de los entrevistados considere que, en el marco del bicentenario, el Gobierno debe dedicarse “a resolver los problemas económicos y sociales más urgentes del país”. Con todo, un importante 42% piensa también que “debería fomentar el desarrollo de la educación y el civismo de los peruanos”. Hoy, la importancia asignada al civismo aparece en el contexto de la epidemia con una carga negativa: según la encuesta de mayo, un 75% de entrevistados consideró que la principal razón por la que no se ha podido controlar el COVID-19 está en “los ciudadanos irresponsables que no cumplen con las disposiciones del gobierno”. Según la encuesta de julio del año pasado, ante la pregunta de cuáles serían las principales razones por las que el país no se ha desarrollado más a lo largo de su historia, un 22% señala “el conformismo”, y un 11% el “escaso civismo de los propios peruanos”.
Ciertamente, no llegamos a esta coyuntura con el mejor ánimo. Esto hace que sea fácil que cundan discursos derrotistas al momento de pensar en nuestro recorrido y nuestro presente: “país de oportunidades perdidas”, reflexiones sobre “en qué momento se jodió el Perú”, la constatación de que 200 años después de la Independencia “no somos un país verdaderamente independiente”, de que “nada nos une como nación”, la frustración porque seguimos arrastrando brechas inaceptables de acceso a servicios elementales, y taras de discriminación y exclusión entre nosotros. Además, solemos, sin mucha consciencia, mirar nuestro desempeño con los lentes del nacionalismo, del antihispanismo, del antiimperialismo, o desde una noción utópica de nación que hace que lleguemos a la misma conclusión: la noción del fracaso. Si bien están fuera de lugar discursos complacientes y gratuitamente celebratorios, el problema es que de la noción del fracaso se desprende que no habría nada que preservar, que todo debe empezar desde cero, y es eso precisamente lo que nos impide acumular esfuerzos y tener mejores resultados.
Bien vistas las cosas, en realidad, así como hubo oportunidades perdidas, también hubo algunas aprovechadas; y si bien nuestro Estado es excluyente, también se ha democratizado, al menos parcialmente; y si es cierto que tenemos un infame historial de discriminación, también lo es que somos mucho más conscientes del problema y exigentes frente al mismo que en el pasado.
Más justo resultaría medir nuestro desempeño en relación con las dificultades que enfrentamos, dado el tamaño y la complejidad de nuestro país, de su heterogeneidad y fragmentación. Y resaltar que hemos logrado, a través de múltiples conflictos, identificar un terreno común de disputa, a través del Estado, y que en ese camino hemos fraguado, con todas sus limitaciones, un proyecto de nación; basado a su vez, no en negar o sobordinar nuestras diferencias, sino en un proyecto de vida en común como peruanos. Salomón Lerner recordaba hace algún tiempo cómo en alguna de las audiencias de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) una víctima de abusos tanto del Estado como de los grupos subversivos se preguntaba si algún día “podría llegar a ser peruano”. “Este hombre quería saber si él también era un peruano, si las banderas y las leyes de nuestro país lo protegían, si el nombre de nuestro país lo incluía a él y a su quebrantada familia”. Preguntas más que pertinentes en la coyuntura actual.