Nadie acepta el paso del tiempo. Nos rebelamos contra el fin de una etapa: de la juventud, de la vida, de quienes fuimos. Por eso, el fin de año no puede entenderse sin el comienzo del siguiente. Nos negamos a despedir el año viejo porque tenemos miedo del nuevo. En realidad, es un miedo que tratamos con esperanza. Lo que estamos celebrando es haber llegado hasta aquí. Hemos vivido un año más.
A pesar de todas las enfermedades, los achaques, los problemas y contratiempos, aquí seguimos, en este nuevo aniversario de la existencia. Por eso, nos hacemos promesas para el año siguiente. Prometemos ahorrar, ver a viejos amigos, llamar a parientes olvidados. Nunca cumplimos, pero fueron promesas que hicimos con fervor.
Celebrarlo en enero es una convención que viene del Imperio Romano. Sabemos que el año se iniciaba en marzo, razón por la que setiembre, octubre, noviembre y diciembre eran el sétimo, octavo, noveno y décimo mes del año. Sin embargo, eso no convenía a los intereses políticos del momento. Los políticos siempre quisieron manejar el tiempo de todos los ciudadanos y casi siempre lo han logrado. Los cónsules romanos asumían el poder en el mes décimo primero; es decir, en enero. Era conveniente que el período anual se iniciara ese mes. Poco antes de la era cristiana, Julio César modificó el calendario y estableció el calendario juliano, que empezaba en enero. El mes estaba dedicado al dios Jano, que tiene dos cabezas: una que mira hacia adelante y otra hacia atrás. Era un nombre justo. Jano está en el eje de dos tiempos. Mirando hacia atrás y hacia adelante, cambiamos de tiempo. Luego, en el siglo XVI, el Papa Gregorio daría lugar al calendario gregoriano que aún mantenemos.
Celebramos el inicio y también el fin. Es un día de despedidas y soledades. La muerte va rondando en las mentes de los suicidas que encuentran su ocasión. Siempre hay gente que se rehúsa a continuar. En su novela “Dientes blancos”, Zadie Smith cuenta la historia del protagonista, Archie, que está listo para envenenarse con el gas del auto en su garaje. La razón puede parecer justificada, aunque no tanto. Su mujer italiana acaba de abandonarlo. Archie no soporta su vida y decide terminarla. Pero algo falla en el intento de suicidio (no todo es perfecto en Año Nuevo) y Archie decide dejar sus planes fúnebres de lado. Va a una fiesta. Allí conoce a Clara, con quien se va a casar. Hay un solo problema en la vida de Archie. Es un mediocre profesional, pero aún puede ser feliz.
Tratando de olvidar los recuerdos, nos queremos proteger contra la incertidumbre. Los colores en la ropa interior parecen indicar una dirección a nuestras vidas: el rojo, el amarillo y el verde. Comer 12 uvas indica otra: una por cada mes nos dará suerte. Esta costumbre llegó a América Latina desde España, en concreto desde Alicante, donde en 1909 hubo un excedente en la producción de uvas. Fue así como la superstición les dio un lugar. Más popular es la costumbre de quemar muñecos. Aunque los peruanos la hemos adoptado como propia (se queman muñecos en señal de limpia), esta parece una costumbre venida de Guayaquil, cuando se quemaban los muñecos de los parientes muertos en una epidemia de fiebre amarilla. En búsqueda de la conjura contra el pasado y el futuro, en el eje de los tiempos, el fuego aparece como un aliado. Es la pira de nuestras desilusiones y rencores, la venganza de nuestras frustraciones. Ya sabemos qué muñecos se consumirán esta noche, con los rostros iluminados.
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