Si Pedro Cateriano y Mauricio Mulder le pusieran a su fuego cruzado verbal una buena dosis de ideas en lugar de pólvora de callejón, el país podría ganar lo que pierde y se degrada cada día: el debate político.
Ambos personajes malgastaron en la semana un valioso espacio de atención pública cada vez más pobre en discusión provechosa y cada vez más saturado por las confrontaciones radicales.
No tendría nada de malo que un ministro de Defensa como Cateriano bajara al llano a trenzarse en una polémica inteligente con un parlamentario como Mulder, sin cargo relevante en el Congreso, aunque influyente en la bancada del Apra. Lo malo está en que a iniciativa propia o por provocación de Mulder, Cateriano pone en juego su imagen de ministro descendiendo a un cruce de espadas personal.
Claro que Cateriano pierde más que Mulder. Pero ambos encarnan vivamente el mal que atraviesa, como una enfermedad endémica, el sistema político peruano: el mal de la intolerancia irracional y violentista, que puede hacernos retroceder a tiempos e historias que no quisiéramos repetir.
Se trata del mal de la intolerancia violentista que no acepta diferencias ni discrepancias; que privilegia la inclusión de los intereses propios contra la exclusión de los demás; que obstruye o destruye todos los canales de diálogo que se abren paso en busca de equilibrio y moderación (desde el Acuerdo Nacional pintado en la pared hasta las promesas de apertura a la oposición de los últimos primeros ministros); que caldea denuncias y judicializaciones allí donde unos quieren ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el suyo.
Salvo algunas reservas de diálogo y espíritu democrático de la primera ministra Ana Jara, qué poco o nada hace el gobierno del presidente Humala por abrir un espacio de concertación y consenso entre los partidos en función de reformas políticas tan urgentes para el país. Ni siquiera lo intenta seriamente. Consentir que su ministro de Defensa se convierta en el mastín de turno del gobierno para morder los pantalones de un parlamentario hostil, es una prueba en contrario de lo que esperamos de la Jefatura de Estado: una instancia de unión y concordia entre los peruanos, que no tiene por qué caer en potencial fuente de rencor y animadversión contra sus adversarios políticos.
El presidente Humala nos dio tranquilidad cuando abrazó la hoja de ruta (respeto a la democracia, a la Constitución y al modelo económico) como un compromiso para ser elegido en segunda vuelta. Ahora advertimos que si bien la hoja de ruta le merece cierto respeto en cuanto al manejo de la macroeconomía y el modelo mismo, su estado de ánimo parece pertenecer más bien a “La gran transformación”, un sinónimo de cero compromiso real con la democracia, menos con el sistema político y peor aun con los partidos, a los que ve, incluidos algunos de sus líderes (Alan García y Keiko Fujimori) como objetivos a demoler desde el poder.