En la parisina Plaza de la Concordia, aquella donde María Antonieta perdió la cabeza en la guillotina y a la cual llegamos tras ascender velozmente por las escaleras de la parada de metro con el mismo nombre, miles de personas se han congregado para celebrar la Nochevieja. Visitantes y residentes deambulan forrados en abrigada ropa de invierno mientras sostienen y comparten botellas de champán. Las brasas de un puesto de kebabs regalan calor y aroma al ambiente; hay autos detenidos, ambulantes africanos vendiendo palos de selfies –hágase con el suyo por cinco euros–, hay niños y hasta bebes en sus cochecitos. Pero hay silencio. Por primera vez en muchos años no hubo fuegos artificiales en los Campos Elíseos ni tampoco los hubo en la Torre Eiffel. El único brillo de la noche provino de las luces de la Gran Noria instalada en el mercado de Navidad montado cerca de esa plaza.
“Hemos decido festejar el año nuevo en una atmósfera de sobriedad y unidad”, había advertido Anne Hidalgo, alcaldesa de la capital francesa y la primera mujer en ostentar el cargo. Tras los atentados perpetrados por el Estado Islámico en noviembre del 2015, toda la ciudad permanece en estado de alerta. Cientos de militares franceses, metralleta en mano, vigilan cada esquina. Pero hay un impulso casi instintivo, uno que es incluso más fuerte que el miedo, que se deja sentir especialmente en esa fría y última noche del año: las ganas de vivir y de celebrar la vida.
A estas alturas, imagino, estimado lector, que ya habrá leído más de un manifiesto sobre resoluciones para el año que acaba de comenzar. No pretendo agregar más deberes a la lista. Sin embargo, me gustaría compartir una humilde conclusión después de lo arriba relatado: agradecer es más poderoso que pedir. He perdido registro de todas las cábalas, tradiciones y deseos que han formado parte de mis fiestas de año nuevo, determinando mis conductas e incluso mis humores. “¡Pasa las uvas rápido o no se cumple!”, “¡me olvidé de comprar ruda para la casa!”, “¡nadie me ha regalado calzón rojo!”. Este año ha sido diferente. Este año no he pedido nada.
En los primeros minutos del 2016 entendí que la celebración, en su esencia más auténtica, es un acto de agradecimiento en sí mismo. Así me lo confirman una rusa y una hindú que comparten sitio –y algún espumante– conmigo en el metro. A 40 grados bajo cero o a 30 de temperatura en sus natales Siberia y Bombay, el sentimiento es exactamente el mismo: siempre vale la pena festejar que existe otro comienzo. “Nada está perdido si se tiene el valor de proclamar que todo está perdido y hay que empezar de nuevo”, escribió Julio Cortázar. Perdamos o ganemos, haya o no amor, salud o fortuna, cada año es una nueva oportunidad para hacer nuestro mejor intento.