Nunca nos resignamos a desaparecer del todo. Salvo algunas excepciones, los seres humanos pensamos que la muerte es un tránsito y no un fin. No hay un solo caso en la historia de las civilizaciones de una comunidad atea. Hay individuos ateos pero no sociedades ateas. El hecho de no resignarnos, de compartir una esperanza en el más allá, une a los grupos. Hoy celebramos (es decir, recordamos) el Día de Todos los Santos. Lo hacemos desde que el papa Gregorio III decidió esta fecha en el siglo VIII. Mañana, como complemento, se celebra el Día de los Fieles Difuntos. Estas fiestas cristianas se han mimetizado en América Latina con los rituales del culto a los muertos precolombinos. En México y en el Perú esas fiestas adquirieron especial importancia y en nuestro país, en muchas regiones andinas en especial, aparecen algunos símbolos como el tanta wawa o pan wawa, es decir, los panes en forma de niño, (es muy frecuente en Ayacucho y en Cusco), una celebración de la nueva vida que supone la muerte. En la religiosidad andina, la muerte no es el fin sino la continuación de la vida. No existe un sentido de la resurrección sino de la permanencia. Las ofrendas en forma de alimentos son una manera de comunicarse con los que están al otro lado. Siguen aquí.
Es por eso que hoy y mañana en los cementerios del Perú van a aparecer algunos amigos y parientes de los difuntos. En el cementerio de Nueva Esperanza, en Villa María del Triunfo (se dice que es el más grande de Sudamérica), van a comparecer en grupo guitarristas, declamadores; van a aparecer vasos de cerveza y de ron o de chicha que se derramarán sobre las lápidas, discursos, algunos platos de comida, largas conversaciones con los difuntos sobre las últimas novedades. Les contarán cómo sigue el resto de la familia, cómo van los amigos, y acaso algunas noticias de la política peruana. Todos van a querer creer con cierta razón que están con sus seres queridos.
Pero no solo hoy. La relación con los muertos es antigua y esencial en nuestra cultura. En las casas del Perú hay siempre la foto o el retrato de un muerto o de varios. Y no solo en las casas. Algunos de nosotros conversamos con nuestros muertos y acaso escuchamos sus voces y consejos. Nuestro país, poblado de huacas –es decir, santuarios– tiene un culto especial por la muerte como martirio. Rinde culto a sus héroes sacrificados, como Miguel Grau y Francisco Bolognesi. Nuestra relación con los cementerios también es muy antigua. El del Presbítero Maestro (bautizado así en honor del sacerdote Matías Maestro) fue inaugurado por el virrey Abascal en 1808 y hace gala hoy de construcciones de gran belleza. Allí están muchos peruanos ilustres y pensamos que tienen un hogar adecuado a su renombre.
En los países occidentales más desarrollados la relación con los cementerios y con la muerte es más distante. Se consideran lugares de paz, pero no tienen la misma cantidad de visitantes y las tumbas no tienen las flores y los discursos de los cementerios en América Latina y en el Perú. Estamos acaso imbuidos de la experiencia del mundo andino. En el maravilloso relato “La agonía de Rasu-Ñiti” de José María Arguedas, el ‘danzak’ asume la muerte con una entereza y baila hasta pasar al otro lado en la “danzante llama que brotaba de las cuerdas de alambre” del arpa.
Danzar es un modo de seguir viviendo. Es un modo de decir que aquí siguen. Cada uno tiene razones para seguir bailando con los muertos de nuestras vidas.