Un municipio provincial ausente permitió que una galería comercial operara ilegalmente, con pisos prefabricados, cuya construcción no contaba con la licencia correspondiente. Esa galería se incendió el último día del 2021.
Un gobierno nacional ausente dispuso la interdicción del acceso a las playas de todo el territorio durante el 31 de diciembre y el 1 de enero, para evitar la aglomeración de personas y un mayor contagio de COVID-19. El hacinamiento probablemente se produjo, sin embargo, en espacios cerrados y con poca ventilación.
En el primer caso, la falta de fiscalización favorece a los infractores de la ley. En el segundo, la incapacidad de fiscalización perjudica a todos con una norma absurda por su generalidad. En espacios abiertos hay menor riesgo de contagio. Lo que correspondía era controlar los aforos, pero seguramente el Gobierno anticipó que no iba a ser eficaz en hacerlo y tomó la vía “fácil”: prohibir todo.
Una norma cuya aplicación no se supervisa es, en la práctica, inexistente. Una multa millonaria o una pena draconiana se multiplica por cero cuando la probabilidad de detección de la infracción es nula. En el Perú, estamos atiborrados, por un lado, de normas fantasmas, cuyo cumplimiento es imaginario, y, por el otro, de prohibiciones absolutas, en las que se impide la realización de actividades que no son dañinas, solo porque el Estado es incapaz de atrapar a los verdaderos transgresores.
Se trata de dos manifestaciones de un mismo mal. Invirtamos los supuestos para ilustrar mejor el argumento: imaginemos una ordenanza municipal que prohíba el funcionamiento de todas las galerías comerciales, y un decreto supremo que limite el aforo en espacios ventilados pero que nunca se supervise.
Cuando el Estado renuncia a su capacidad de fiscalización, termina por alentar conductas nocivas o por adoptar decisiones irracionales que perjudican a muchas personas que no lo merecen. Piénsese en cuántos contagios se produjeron en Año Nuevo por reuniones a puertas cerradas, en cuántos hogares no tuvieron cena porque sus ventas diarias se realizaban en las playas, en cuántos asaltos se produjeron porque había más policías retirando a bañistas que patrullando las calles.
Esto es lo que ocurre cuando los tomadores de decisiones no internalizan los costos de las reglas que aprueban ni se aseguran de presupuestar los recursos para su aplicación. No recuerdo, por ejemplo, un solo proyecto de ley que en su mandatorio análisis costo beneficio haya considerado los gastos de fiscalización. Con el perdón de Tito Nieves, tenemos legisladores que más parecen escritores de salsa, viviendo en un mundo de mentiras, fabricando fantasías.
Y ni siquiera hemos mencionado hasta aquí la calidad de la fiscalización. Basta conversar con un bodeguero para darse cuenta de que los fiscalizadores municipales le prestan más atención al color y ubicación de la señalética en una tiendita que en verificar aspectos más relevantes como las conexiones eléctricas o la evacuación en caso de un desastre. Castigar a ese bodeguero que genera rentas mensuales de S/2.000 con una multa de S/4.600 no solo es inhumano sino también un inmoral desperdicio de los recursos que una supervisión eficiente requiere.
La ausencia de fiscalización se convierte, así, en uno de los mayores alicientes para la informalidad, y la arbitrariedad en la ejecución en uno de los motores de la corrupción.
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