El ser humano deja rastro, siempre. Una estela –a veces hecha de textos, o de huesos, o de pinturas– marca el camino de vuelta que tendrán que recorrer los que lleguen para descubrir cuáles fueron sus orígenes. Los Incas anudaron sogas inventariando su día a día, los reyes se hicieron retratar por grandes pintores, los conquistadores dejaron plasmadas sus hazañas en poemas épicos. El paso de los hombres en la tierra queda marcado, a veces de manera casual, como el rastro de sangre en la nieve de un cazador herido, y a veces de manera esmerada.
No puedo imaginar testimonio más revelador del ataque brutal de los alemanes a la localidad vasca de Guernica, que el enorme lienzo que pintó Pablo Picasso –de más de siete metros de largo– en el que, a pesar de no haber ninguna referencia expresa al hecho, la insania subsiste como un alarido de grises. Ni tampoco una denuncia más conmovedora de la fragilidad del ser humano ante la maldad que la fotografía captada por Richard Drew que congela los instantes en que un hombre cae casi pacíficamente, con la cabeza apuntando al suelo que le quitará la vida, en el atentado de las Torres Gemelas el 11 de setiembre del 2001.
Hay en esas segundas expresiones mucho más que genio, hay una necesidad de interpretar, de darle sentido a una realidad brutal que escapa a la lógica de un libro de historia. Solemos pensar que la denuncia ante injusticias, la búsqueda de “la verdad”, tiene una sola vía basada en evidencias, pero, como señala Víctor Vich –autor de libros indispensables para entender las secuelas de la violencia terrorista en el Perú–, el arte es un vehículo poderoso e ineludible que busca representar esa verdad. Y no porque a partir de la representación artística de una matanza los responsables se vayan a ir presos, sino por lo que ese artefacto cultural nos está diciendo sobre lo ocurrido.
El valor de películas como “La lista de Schindler” o “La teta asustada” no radica en si los hechos representados ocurrieron realmente, sino más bien en la luz que esas ficciones aportan a los hechos, en la revelación sobre los traumas, los sentimientos, los corajes o las cobardías, porque es en esos contextos recreados en el que los héroes pueden tener raptos de cobardía y los villanos de humanidad.
El viernes, durante la celebración de la Semana Santa ayacuchana , un grupo de artistas, como es costumbre cada año, reunió pétalos de distintos colores y vistió la calle de alfombras dibujadas con flores. Cuando estaban trabajando en una imagen que decía “No matarás, 15 dic 2022″ la policía los rodeó y de manera prepotente pretendió evitar que continuaran con su labor. El arte le estaba resultando increíblemente incómodo al poder para el que el quinto mandamiento se aplica de manera selectiva desde que la señora Boluarte llegó a la presidencia. Por eso la rabia, por eso la medida vergonzante.
Pero los ayacuchanos, acostumbrados a encontrar la verdad sobre el infierno de la lucha antiterrorista en los retablos de Edilberto Jiménez o en las figuras de barro de Rosalía Tineo, defendieron a gritos su derecho a honrar a sus diez muertos, a esos que murieron en una matanza, aún en investigación, sobre la que nadie les ha pedido disculpas.
Vich explica que ante una verdad que no disimula, que no esconde sentimientos, los victimarios prefieren no saber, tapar, reprimir; y, en ese acto cobarde y torpe de colocar su escudo para ocultar una humilde alfombra de flores, se trasluce la vergüenza de una sociedad a la que siempre le ha faltado coraje para asumir su culpa.
Lectura para estos tiempos: “Poéticas del duelo”, Víctor Vich, (IEP 2015).