Carmen McEvoy

“Debe usted contar con que va a lidiar con un enemigo muy experto, que posee todos los recursos para la guerra, que es dueño de lo mejor del país y que está sostenido por 14.000 hombres de los cuales es posible movilizar a más de la mitad”, le escribió José Antonio de Sucre a Simón Bolívar, en una carta fechada el 7 de mayo de 1823. El análisis de Sucre, lugarteniente y hombre de confianza del caraqueño, se refería a los recursos que un ejército en campaña contra los realistas requería. Desde carne y pan para cada soldado hasta granos para “las bestias”, pasando por caballos y mulas para los “bagajes” demandados en un despliegue de semejante magnitud. El mayor desafío, sin embargo, era la geografía peruana, debido a que los animales de “la costa” se inutilizaban al cruzar la cordillera.

En ese contexto, una buena logística, además de la centralización del comando, resultaba fundamental para el traslado de hombres, animales y recursos al territorio “desolado y desierto” en el que se encontraba apertrechado un enemigo dispuesto a jugárselo todo por su rey. Sucre era consciente de que el acto de “tomar violentamente” el poder en la conducción de una guerra total, que finalmente se definió en Ayacucho, tendría un costo político para la reputación de Bolívar. Por ello, su recomendación fue “no comprometer a Colombia tan íntimamente en la causa del ”, ya que, si las vanguardias patriotas peruanas eran derrotadas, todos serían arrastrados a su suerte. “El voto de los representantes del pueblo, del Ejecutivo, del mismo ejército y de las provincias libres” o bien parte de la ciudadanía resultaban fundamentales, de acuerdo con el cerebral Sucre, para que “nunca, nunca se diga” que la dictadura bolivariana se sostenía en “una división colombiana”.

Cuando se narra el proceso que llevó al triunfo en Ayacucho, que este año celebra su bicentenario, rara vez se menciona que, paralelamente a la épica campaña en la que las comunidades altoandinas y centenares de soldados anónimos cumplieron un papel fundamental, se fue desarrollando una manera taimada de hacer política en el Perú. En el juego maquiavélico para imponer la dictadura del “libertador” y obtener en el camino pingües beneficios para sus allegados, fue necesario descabezar el liderazgo peruano. Y es así como dos de los gestores de la emancipación, a cuya causa ofrecieron dinero y energías –acá me refiero a José de la Riva Agüero y José Bernardo de Torre Tagle– fueron acusados de traición a la patria, sentando las bases para una política de la posguerra en la que prácticamente todo podía ser utilizado –hasta la calumnia– para obtener el poder. Y, a pesar de que en las décadas siguientes, Ayacucho ingresó al imaginario americano como el momento en el que ciudadanos de nacionalidades múltiples se hermanaron para dar una batalla anticolonial de dimensiones planetarias; cada una de las repúblicas liberadas fue generando una herencia ambivalente. En esta la praxis política negó, abierta o de manera oculta, el discurso de libertad, justicia y bien común enarbolado por centenares de patriotas bien intencionados que ofrecieron su vida en el corazón de los Andes del Perú.

Es por lo anterior que no sorprende que en el año en el que deberíamos congregarnos en Huamanga (capital ayacuchana) para reflexionar sobre nuestros logros como repúblicas libres y soberanas, Venezuela siga atrapada por una cleptocracia que se niega a aceptar unos resultados electorales que muestran el repudio mayoritario de una ciudadanía agotada por la violencia y el maltrato sistemático. Y que en Argentina, mientras se investigaba una trama de corrupción que involucra al expresidente Alberto Fernández, se descubra que el heredero de Cristina Fernández de Kirchner abusó de su esposa y, además, convirtió la Casa Rosada en un lupanar. Qué decir de nuestra desventurada república, en la que un grupo de “padres y madres de la patria” transforman en salsódromo el recinto congresal, mientras una ministra desconcertada nos pide rezar para que las autoridades no nos roben más. O lo que viene ocurriendo en Chile, donde una megatrama de corrupción que involucra a un abogado penalista que lucró de sus contactos políticos transversales muestra la punta del iceberg de una descomposición acelerada de la que muy pocos se salvan. Hoy más que nunca vale la pena reflexionar en torno de la batalla paradigmática de y, por ello, comparto la primera entrega de nuestro podcast.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Carmen McEvoy es historiadora