El éxito de un buen autor se produce en el momento en el que uno le dice: “ya, me olvido de que esto es un cuento, te creo”. Los entendidos suelen describir este momento, siguiendo a Coleridge, como el de la “suspensión de la incredulidad”. El instante en el que uno deja de preguntarse si se dio o si podría haberse dado lo que le están contando, para simplemente poner toda su fe en quien se lo cuenta. Perspicaz como suele ser, el lenguaje común se refiere a este fenómeno diciendo que, a partir de ese momento, un autor “te tiene”.
Pues bien, esto que logran los buenos autores lo logran también los políticos eficaces: hacer que suspendas tu incredulidad y, con ella, tu instinto para dudar, revisar y cotejar si lo que te dicen es real. Y eso, ciertamente, es lo que, con notable eficacia, ha logrado el presidente Vizcarra con los peruanos.
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El presidente, es cierto, no tiene muchos dotes de narrador. Pero en política, la confianza que posibilita que quien te cuenta una historia “te tenga” se puede obtener de diferentes maneras. Así, desde que asumió el poder, Vizcarra mostró un agudo olfato para conseguir, mediante gestos audaces, la confianza de la mayoría de los peruanos. Fue una historia larga; pero lo relevante para estos efectos es que cuando luego le tocó sentarse a contarnos, día tras día, la historia de su manejo de la pandemia, ya era un narrador que nos “tenía”: habíamos suspendido la incredulidad.
Es desde esta suspensión que hemos escuchado esencialmente la historia de un Gobierno que ha privilegiado la salud y la vida sobre la economía. Un Gobierno, esto es, que responsablemente nos encerró en nuestras casas a fin de impedir la proliferación de contagios y ganar tiempo para hacer crecer nuestros número de camas y ventiladores, así como para desarrollar la indispensable capacidad de testeo, seguimiento y aislamiento de contagiados; mientras preparaba las quirúrgicas fases con las que, por sectores y ya de forma planeada y segura, estaríamos volviendo a reabrir nuestra economía.
El resultado: 70% de aprobación.
¿Por qué digo que esto supone una suspensión de la incredulidad? Pues porque implica necesariamente dejar de cotejar lo que no están contando. Después de todo, es difícil encontrar medidas bajo las cuales la gestión de esta crisis por parte del Gobierno no clasifique como un desastre. Si tomamos solo los contagiados confirmados (tabla del Johns Hopkins de ayer), el Perú tiene el séptimo mayor número de contagiados en el mundo. Paralelamente, nuestra economía tendrá este año la peor caída del globo, si descontamos las microeconomías de Belice y Maldivas. Caerá 3,7 veces más que el promedio latinoamericano.
El aspecto sanitario de la crisis, es innegable, era para desbordar a cualquiera. Pero que, por ejemplo, el Gobierno descubriese recién al mes y medio de cuarentena que los mercados del Perú eran lo que son, o que cuanto más se limitaran las horas y los días para ir a ellos, más grandes serían las aglomeraciones, tiene mérito especial.
En cualquier caso, lo que sí era claramente inaceptable es que se nos siguiera contando la historia de la cuarentena-salvavidas cuando con ella en vigencia hemos alcanzado el récord mundial antes mencionado. O la de las camas con ventiladores que nunca llegábamos a llenar, cuando, si consideramos el también récord peruano en subreportes de muertes, la abrumadora mayoría de víctimas ha ido directamente de la enfermedad a la tumba, sin pasar por las camas oficialmente disponibles.
De hecho, considerando los números de nuestra epidemia hoy, la única manera de asumir un gobierno exitoso en su manejo es pensar en uno que haya tomado, de incógnito, el camino de la inmunidad de rebaño.
Por otra parte, en donde sí no hay espacio para discutir la responsabilidad del Gobierno es en el manejo económico. El cierre de nuestra economía fue a la mala. No se diferenciaron papas de camotes y los sectores de intensa producción con baja densidad de trabajadores fueron tratados exactamente igual que los de la fórmula contraria. Así fue como sucedió, por ejemplo, que nuestra producción minera cayó 42% en abril, mientras que las de Chile o Australia subían en plena pandemia.
Simultáneamente, el Gobierno se mantuvo aferrado a la generalizada hipocresía del discurso público nacional que asume que el Perú es el formal. De esta forma, al tiempo que el grueso de ese 70% de peruanos que trabajaba en la informalidad ya estaba en las calles, a buena parte del 20% de los trabajadores que desde la formalidad produce el 80% de nuestro PBI se le mantuvo encadenado con regulaciones a lo planificador soviético, o aún esperando su fase de reapertura. Es como si, habiendo perdido totalmente la batalla con el tema de la densidad en las calles, el Gobierno decidió amarrar lo único que podía: la producción. Solo cabe imaginar que apuesta a que, al menos así, da la impresión de que controla algo.
Es difícil exagerar lo que una caída económica del tamaño pronosticado significa. La mayoría de los peruanos hoy vivos no han visto nunca algo así. Para mencionar un solo dato, estamos hablando de 3 millones de compatriotas que volverán a sumirse en la pobreza –con todas las desgracias que ella conlleva– en un solo año.
Cuando hablamos de literatura, el poder entrar en la suspensión de la incredulidad es un regalo porque nos permite vivir otras vidas. Pero cuando hablamos de política, es lo contrario, porque el cuento que nos cuentan mientras estamos entregados va sobre nuestra propia vida. Entonces, el vuelo de la imaginación, en lugar de uno de elevación, se vuelve de caída, y no acaba al momento pacífico de cerrar el libro, sino en el instante, tan iluminador como cruel, del contacto con el piso.