Friedrich Nietzsche decía que “sin música la vida sería un error”. Y tenía razón. La música le da sentido a muchas cosas. Llena vacíos. Evoca el recuerdo alegre y cubre el triste. Le da movimiento a la felicidad y viste con melancolía a la tristeza. En un mundo sin música todos estaríamos un poco sordos.
Pocos pueblos lo entienden tan bien como el cubano. Es imposible recorrer más de dos o tres cuadras de La Habana sin escuchar una música contagiosa. No importa la categoría del café, bar o restaurante. No interesa si es pituco o modesto. Ni la calle se libra de un son contagioso o nostálgico. O quizás contagioso y nostálgico a la vez.
La Habana debe ser la ciudad más musical del mundo. Y no es cualquier música. No importa el instrumento o el ritmo. No interesa si es son cubano, bolero, vals criollo, vallenato, salsa, merengue, jazz o música clásica. No importa cómo están vestidos o qué tan nuevos o desgastados están sus instrumentos.
Tampoco importa la edad. Niños, jóvenes adultos o viejos tocan, cantan y bailan como si fuera lo último que les queda hacer en la vida. Estuve en un concierto de Omara Portuondo, la diva de Buena Vista Social Club. Sigue cantando con sentimiento y meneándose con ritmo a los 86 años. Hizo bailar de pie al público.
Con un amigo (Narghis Torres) nos preguntábamos cómo un pueblo tan oprimido puede cantar de esa manera. ¿Cómo han desarrollado tanto arte en medio de tanta represión y dificultades? Narghis se animó a lanzar una respuesta: “Es como cuando te quedas ciego; tu oído se desarrolla para intentar cubrir el vacío que te deja la vista”. Y tiene razón.
El ser humano, por naturaleza, ama la libertad. Si se la quitan en un aspecto, pues la busca en otro. La libertad es como el aire. Sin él no respiras. Si uno se ahoga, busca desesperado dónde encontrar una bocanada. Finalmente, la música es libertad.
Cuba ha exportado su música a todo el mundo. La romántica y la bailable. Y también la de protesta. Silvio Rodríguez y Pablo Milanés le cantaron la revolución a la izquierda e inspiraron a juventudes enteras a pensar como ellos. En los años setenta y ochenta, generaciones enteras crecieron creyendo que la revolución cubana era una maravilla y que ningún país era más libre y justo.
Curiosamente, Cuba exporta los cantos de protesta pero no tolera cantos de protesta contra su gobierno y su revolución. No hay cantos que pidan elecciones, ni alegorías a la epopeya de balseros cubanos huyendo de la isla, ni odas al mercado o al libre albedrío. Libertad significa otra cosa en los cantos cubanos. Así salvan su significante en las letras, pero pierden su significado.
Y es que la música cubana está incompleta. La gente no puede cantar cualquier cosa. No se puede usar la música para criticar a Fidel, a Raúl o al Che. Los cubanos, para cantar, son medio libres o casi libres, que, como diría Silvio Rodríguez, no es lo mismo, pero es igual.
La libertad incompleta, no es libertad. Ser libre a medias equivale a no serlo. Si la música es expresión del alma, el que ciertas almas no puedan cantar significa que las han silenciado. Una lástima que tanto talento no pueda cantarles a todos los ideales, a todos los héroes o a todos los amores.
La música es parte de la libertad de expresión. Y puede ser una forma particularmente bella de expresarse. La censura nos priva no solo de libertad, sino del derecho a disfrutar de ciertas formas de belleza. Como la libertad, un arte a medias es un arte cojo, castrado, incapaz de alcanzar su plenitud.
Tchaikovski, el genial compositor ruso, decía “en verdad, si no fuera por la música, habría más razones para volverse loco”. Al menos el pueblo cubano tiene en la música distracción y consuelo. Y, ojalá, pronto puedan cantarle a quien quieran, lo que quieran y como quieran. Solo entonces el arte musical cubano estará realmente completo.