En marzo pensábamos que para agosto ya lo peor habría pasado. Duro decirlo, pero no ha terminado de llegar.
El sinceramiento de las cifras, indispensable para que gobernantes y gobernados tomen decisiones informadas, da cuenta del tamaño de nuestro desamparo. Solo contando los 21.276 muertos que hasta ayer se habían reportado a la OMS, somos el tercer país del mundo con más muertos por habitante por esta enfermedad. En realidad, las cifras, ahora en revisión, indicarán que somos largamente los primeros.
Y estamos en camino a tener muchos más fallecidos, ya que los contagios detectados cada día se acercan ahora al 30% de las pruebas hechas. Como consecuencia de ello nuestros casos activos son, en términos relativos a nuestra población, los segundos más altos del mundo.
Las proyecciones nos colocan con 100.000 fallecidos en diciembre. Eso ya superaría, con holgura, los cálculos más elevados del número de personas que perdieron la vida por la “guerra popular” desatada por Sendero Luminoso a lo largo de 15 años.
Creo que hay un solo evento en nuestros casi doscientos años de historia republicana todavía peor que este; a saber, el terremoto del 31 de mayo de 1970, cuando en un minuto perdieron la vida 80.000 compatriotas, siendo por entonces nuestra población menos de la mitad de la actual.
Números tan abrumadores corren el riesgo de inmunizarnos al dolor que cada una de esas muertes significa. Hay que usar la estadística para las políticas, pero pensar en cada una de las historias que las componen, para no perder nuestra humanidad.
Luego del terremoto aludido, un profesor nos dio una lección extraordinaria de cómo hacerlo. Para muchachitos de 12 o 13 años, cursando el segundo grado de secundaria, la cifra de víctimas escapaba a nuestra imaginación. El maestro nos dijo que, para visualizar la magnitud de la tragedia, había que pensar en una carretera donde yacía un cadáver seguido de otro y de otro. Pues, los 80.000 cuerpos en línea, nos seguirían acompañando por 124 km. Cerré los ojos y pude verlos. Nadie puede vivir lo que los afectados directos, pero me ayudó a sentir aquella suma inmensa de dolores familiares que las frías cifras terminaban por ocultar.
Hace un par de días alcancé a escuchar a Mariano y Aurelio, muchachos universitarios, inteligentes y sensibles, reflexionando sobre lo que significan los 200 o más muertos por el COVID-19 de los que se nos dan cuenta diariamente. “Imagínate”, decía el primero, “es como si un avión repleto se cayera a tierra cada día”. Basta cerrar los ojos y ponerse en el lugar de uno de esos pasajeros para curar cualquier insensibilidad.
No debiéramos negarlo. Hemos fracasado como país, como Gobierno y como ciudadanos. No se trata ahora de buscar culpables (aunque haya responsabilidades), sino salidas.
Y en eso los ciudadanos tenemos una sola tarea que sí podemos cumplir: protegernos adecuadamente, lo que en este caso tiene el plus invalorable de ser, a la vez, sinónimo de cuidar al otro. Si los barristas de la ‘U’ hubiesen cerrado los ojos y se hubieran dado un tiempo para sentir, quizás no hubiesen hecho esa barbaridad, exponiéndose ellos y a la gente que más quieren. Quitándole, además, a millones de personas (que muchas otras opciones de ‘relax’ no tienen) la posibilidad de hinchar por sus clubes desde sus casas.
Cuánto ayudaría a los políticos, especialmente a los del Congreso, cerrar los ojos y hacer lo propio. Estoy seguro de que muchos son auténticamente sensibles al dolor de sus compatriotas, pero hay un buen número que manipula groseramente ese sufrimiento para obtener réditos políticos y promover oscuros intereses económicos.
Y no se trata de contraponer el virus a la economía. Se estima en más de 3 millones de peruanos los que han regresado súbitamente a la pobreza y en más de 9 millones los que se han quedado sin empleo. Serían muchos más, si la economía continuara deteriorándose. Como bien ha dicho nuestra ministra de Salud, el hambre también mata.
No es envidiable estar en los zapatos de Vizcarra, Martos, Mazzetti y Alva. Más allá del discurso de ayer, de las insoportables horas de “oradores” que pretenden conocer todas las respuestas y deciden la investidura desde lo alto de ese pedestal, serán los mencionados los que enfrentarán, día a día, el reto de guiarnos hacia una meta que ya parece la cuadratura del círculo.
Reitero: ¿cómo se hace para aplacar las iras del virus sin cerrar de nuevo la economía, lo que llevaría a más mortandad por hambre y violencia?
Ojalá que la única respuesta no sea la de esperar a que llegue la vacuna.