Un simposio reciente del Concytec me trajo a recuerdo una guerra personal de hace medio siglo. En el evento actual, que duró varios días, se expuso sobre una diversidad de investigaciones de las llamadas ciencias sociales, pero con poca alusión a la ciencia económica. Mi recuerdo se remontó cincuenta años atrás, cuando fui nombrado jefe del Departamento de Economía de la PUCP. Se inauguraba una nueva ley universitaria que reorganizaba la institución con la lógica de una matriz. De un lado, las especialidades científicas, cada una con su respectivo Departamento. Del otro, los programas educativos, cada uno administrado por una Facultad. Así, tuve el privilegio de inaugurar el flamante Departamento de Economía, y la satisfacción de incorporar a dos colegas que hicieron historia con nuevas miradas al país, el economista Adolfo Figueroa y el historiador Heraclio Bonilla.
Sin embargo, me frustraba la distancia que existía entre los economistas y los profesionales de otras ciencias sociales. Mientras economía se encontraba adscrita a una Facultad de Ciencias Económicas, Contabilidad y Administración, ubicada en un local en el centro de Lima, los sociólogos y demás estaban adscritos a una Facultad de Ciencias Sociales, ubicada en el nuevo local del Fundo Pando. Me rebelé ante el desmembramiento de la ciencia social, que dificultaba una investigación interdisciplinaria de la vida humana y reforzaba, además, una imagen de oposición entre “lo económico” y “lo social.” Declaré la guerra y, a pesar de la oposición de pesos pesados como el Decano de Derecho y del mismo Rector, el padre McGregor, logré una decisión del Consejo Universitario para unificar las ciencias sociales en una misma facultad y un mismo lugar.
Pero resultó una victoria pírrica. Hoy compruebo que, a pesar de la cercanía formal y física (comparten un mismo edificio), economistas, sociólogos, politólogos, psicólogos, antropólogos han convivido medio siglo casi sin hablarse. La pasión técnica que acompaña a cada disciplina –orgullos y rivalidades teóricas, metodológicas y personales– pudo más que la pasión por entender un mundo donde todas esas facetas y lógicas se encuentran fuertemente entrelazados.
Quizás es hora para un replanteamiento de la ciencia social. El nombre mismo podría ser visto como una contradicción, un oxímoron, en la medida que el accionar individual en una sociedad goza de gran libertad, de cambiantes prioridades y del margen creativo que tiene cada individuo. Además, en cada decisión, cada individuo tiene la libertad para decidir entre una motivación egoísta y una solidaria o cooperativa. Predecir las reacciones sociales, entonces, sería tan arriesgado como predecir los nuevos estilos del arte o el desempeño de un equipo de fútbol ante un nuevo rival. Cuando se me ocurrió que “ciencia social” podía ser calificado de oxímoron, descubrí que la idea ya tenía antecedente, en un artículo de John Horgan en la prestigiosa revista Scientific American. El mismo “padre” de la sociología, Auguste Comte, terminó en una clínica psiquiátrica, quizás afectado por su atrevimiento científico ante los enormes márgenes de libertad que tiene una sociedad.
Mi propuesta para el estudio de tanta ingobernabilidad y capricho en la vida social sería enfatizar las fuentes y formas de la acción solidaria. O sea, de los actos de amor, empezando con lo que sin duda es el primer capítulo del libro del amor en la vida humana: el amor de la madre. Ese amor tan incondicional y total, viene a ser de lejos la principal educación que todos recibimos para formar y darle energía a lo que debe ser nuestra futura solidaridad, cooperación y entrega comunal.
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