Muchos artículos se han publicado últimamente sobre Donald Trump, el ‘divider in chief’, quien, qué duda cabe, exhibe un temperamento autoritario, carece de compasión y mucho menos del liderazgo moral que una crisis sanitaria, y una revuelta social de esta magnitud, requieren. Porque en lugar de apaciguar los ánimos, asegurando que se hará justicia para George Floyd, el dueño de cuestionadas empresas y un vocabulario elemental amenaza con usar “armas peligrosas”, soltar “perros rabiosos” y convocar a sus seguidores –armados hasta los dientes– contra millares de ciudadanos que protestan públicamente frente a un racismo estructural.
Trump dirige el alicaído imperio del norte a punta de tuits y en sus apariciones públicas sorprende, incluso a los miembros de su administración, con aseveraciones delirantes e insensibles. Cómo no recordar la cara de la experta en salud pública cuando, quien se supone preside una potencia mundial, sugirió inyectarse lejía para combatir el COVID-19 o cómo olvidar la indignación de los líderes afroamericanos ante su afirmación de que el ciudadano Floyd, recientemente asesinado por un policía, debía de estar feliz en la otra vida con la recuperación económica puesta en marcha por el Gobierno.
Theodor Adorno, un intelectual alemán que vivió en Nueva York y California por una larga temporada, sostenía que el mayor peligro para la democracia norteamericana era su cultura de masas, basada en la industria del cine, radio y televisión. El fundador de la escuela de Frankfurt opinaba que este aparato funcionaba de manera dictatorial, ya que promovía la conformidad, adormecía el disenso y acallaba el pensamiento crítico. Luego de analizar una serie de películas producidas en Hollywood en la década de 1940, Adorno concluyó que la “industria cultural” estadounidense replicaba los métodos fascistas de hipnosis colectiva, rompiendo con eficacia esa tenue línea que separaba la realidad de la ficción. Trump, el productor de un famoso ‘reality show’ en el cual despedía a gritos a los perdedores, es el ejemplo concreto de las teorías de Adorno. Sin embargo, y a pesar de su notable acierto en perfilar la degradación de la cultura política norteamericana, se me viene a la mente ese extraordinario soliloquio de Marlon Brando en “Apocalypse Now”, que Adorno no alcanzó a ver. Y me pregunto qué hubiera opinado del espíritu crítico de sus anfitriones mientras escuchaba confesar al coronel Kurtz el horror y la deshumanización por una guerra fracasada, en la que lo primero que perdió la avanzada imperial fue la razón.
Es un secreto a voces que la razón y la empatía no forman parte del utillaje mental de Donald Trump, a quien psiquiatras de la talla de Bandy Lee han diagnosticado una patología narcisista, que pone en riesgo la seguridad nacional. Sin embargo, más allá del individuo disociado de la realidad, poco se discute sobre la naturaleza del imperio agresivo desde donde aquel se encarama para bombardearnos con sus necedades. En un artículo muy revelador, Ian Hughes señala que Trump expresa los “valores” de la patología imperial de la que (el añadido es nuestro) Latinoamérica tiene innumerables historias que contar. La percepción de los demás (mujeres, inmigrantes y negros) como inferiores, la crueldad y criminalidad, la paranoia de los potenciales enemigos (hay que recordar la era McCarthy) junto con la idea de ver al mundo como un lugar peligroso donde solo los poderosos triunfan, conforman el perfil narcisista de Trump, pero también el de una república, modesta en sus orígenes, que decidió apostar un día por el dominio mundial.
Joseph Biden, candidato opositor en las elecciones presidenciales que se avecinan, reconoció ese lado oscuro en un discurso reciente, donde también recordó que el alma de la nación norteamericana, refiriéndose a su lado más luminoso, estaba en juego. Una alusión directa a los sueños nobles de una república igualitaria, donde, como señaló tempranamente William Manning en “The key of liberty”, el bienestar de los muchos debía imponerse al de los pocos. Ciertamente, es a través de las luchas de la república temprana que demócratas plebeyos, como el miliciano y agricultor Manning, mantuvieron tercamente el viejo ideal igualitario que hoy renace en medio de una crisis estructural.
En uno de sus más bellos poemas, “Let America be America Again”, Langston Hughes habla de una América potencial, que no existe todavía pero que avizora en un futuro, donde todos los hombres serán libres. Una tierra que pertenezca a los indios, negros y pobres que la construyeron con su sudor, su sangre, su fe y su trabajo. A todos los que con sus manos forjaron a esa América que se negó a incluirlos. “Hay que traer de vuelta ese sueño poderoso”, reclamó Hughes. Vivo desde hace treinta años en esta república que trocó en imperio y es mi mayor deseo, por el bien de todos sus ciudadanos, incluidas mis nietas que nacieron aquí, que retome el camino original avizorado por Manning y tantos otros que pelearon un sinnúmero de batallas. Por la libertad e igualdad de una gran nación, cuya creatividad y coraje sigue sorprendiendo a la humanidad.