¡Ya basta de esconder la realidad detrás de los números macroeconómicos!
Leía este reclamo hace poco a un comentarista parte del aluvión que sostiene que la tragedia que estamos viviendo por la pandemia es la del fracaso del modelo económico que ha regido al país en las últimas décadas.
Pese a lo mucho que lo he escuchado, la idea sigue resultándome desconcertante. Entendería que se diga que los números son falsos y que, consiguientemente, se exija que se dejen de usar para ocultar la realidad. Pero que se asuma su fiabilidad y, al mismo tiempo, se sostenga que ‘esconden’ la realidad es algo que ha de corresponder a algún sistema lógico alternativo.
A no ser que, en el fondo, lo que se esté haciendo es postular un novedoso concepto de realidad en donde lo más ‘real’ es lo que yo tengo –o pongo– al frente como historia de personas de carne y hueso y, por lo tanto, lo que más me choca. Por lo pronto, eso parecería ser lo que hago si, por ejemplo, comienzo contando la efectivamente terrible e injusta historia de la familia X, a la que la pandemia ha cogido en la pobreza, y sobre esa premisa me cargo de indignación para acusar de fantasiosos a quienes dicen que el Perú ha venido avanzando consistentemente desde que tiene un modelo económico (más bien) de mercado, disminución de la pobreza incluida. Implícitamente, estoy diciendo que la realidad es solo la historia que narro y estoy contando con que, frente al drama de la familia X, hablar de los casi dos tercios en los que la pobreza en el Perú cayó en las últimas dos décadas suena vacío y hasta insultante.
Es difícil subestimar lo mucho que se puede avanzar en afirmaciones una vez que uno logra que quien lo lee o escucha le firme ese pacto de nueva realidad. Ya eximida de la dictadura de los números y las medidas, un alma libre dotada de un buen teclado o micrófono tiene solo el cielo como límite y, si así lo desea, puede ser terraplanista. O puede, digamos, aludir a la situación en nuestros hospitales públicos –los pacientes en las calles, la falta de oxígeno, los enfermos tratados al lado de los muertos– para hablar de una salud pública “desfinanciada” por el modelo sin que tenga que importarle que solo en los mismos últimos 20 años el presupuesto del Estado para el sector salud se haya multiplicado por seis en soles constantes, mientras que la población crecía alrededor del 21%. O, para citar otro ejemplo, afirmar que se ha “despriorizado” la salud pública, pese a que el porcentaje de lo producido anualmente en el país que se dedica a esta se haya multiplicado por tres en el mismo período (según cifras del MEF y el BCR).
El problema, desde luego, es que un pacto así solo es moral si es que es literario. Porque ocurre que esos casi dos tercios en los que se disminuyó la pobreza, pese a ser anónimos en la estadística, tienen detrás de sí también a personas de carne y hueso –tan de carne y hueso como los integrantes de la familia X– y hacer como si no fueran parte de la realidad (invisibilizarlos) porque no son suyas las historias que se está escogiendo contar es valerse de una gran debilidad humana –la de los “ojos que no ven, corazón que no siente”– para manipular, conscientemente o no.
Y el problema también es que la realidad no deja de cambiar cuando nosotros dejamos de medirla. Lo único que ocurre, más bien, cuando abandonamos los números para quedarnos solo con determinadas historias es que dejamos de enterarnos para dónde es que las cosas están yendo y, por lo tanto, de si debemos corregir o mantener caminos. De esta forma, por ejemplo, si es que, porque no es una historia con nombres, evitamos dar importancia a la antes referida multiplicación por seis del presupuesto de salud, nos quedamos sin mayor aliciente para preguntarnos qué diablos es lo que está pasando con los recursos destinados al sector. Pregunta que a su vez llevaría a otra esencial: ¿quién maneja la salud pública? ¿El modelo?
Al final, tenemos que el pacto es liberador, sí, pero solo para efectos del que lo plantea. A los demás nos condena a seguir los dichos y conclusiones de este último a donde sea que nos quieran llevar, independientemente de lo que esté pasando. Con lo que, en realidad, la única forma en que un pacto así puede servir para liberarnos es si nos sirve para desconfiar de quien, con mala fe o sin ella, nos lo proponga.