Desde agosto a la fecha los niveles de aprobación y desaprobación del presidente Pedro Castillo se mantienen casi invariables (promedios del 25% en un caso y del 65% en el otro). Lapso que coincide con el desembalse público de los casos más sonados de corrupción del régimen, empezando por las siete carpetas fiscales contra el jefe del Estado.
Además de varios prófugos del entorno presidencial que nadie captura, casi a diario se acumulan las evidencias de ilícitos cometidos por ministros en ejercicio, como son los de Betssy Chávez en el Ministerio de Cultura y Roberto Sánchez en el Mincetur.
Pero nada pasa. La oposición congresal sigue atrapada en sus propias torpezas, falta de sentido común y liderazgo. Y solo grupos aislados de la población y sociedad civil empiezan a mostrarse con relativa fuerza en calles y foros vía marchas o propuestas, como la de Coalición Ciudadana.
Las teorías sobre por qué la aprobación de Castillo no se ubica ya en un dígito son parte de la comidilla diaria. Y, claro, las elucubraciones son frondosas: desde la eficaz victimización del “pobre maestro provinciano”, pasando porque la informalidad permite que la economía de los más pobres aún no esté en la última lona, hasta el hecho de que una derecha “bruta y achorada”, además de “vieja, blanca y limeña”, sea la que lidere la oposición más radical y no las grandes masas.
Haga suya la explicación que más le guste o mézclelas como mejor le parezca. Daré la mía: somos un país altamente tolerante con la corrupción. O, visto de otra manera, un alto porcentaje de peruanos, puestos en la situación del actual jefe del Estado, tendrían conductas similares a las de él y varios congresistas.
Según Proética, la tolerancia a la corrupción pasó del 2013 al 2019 del 44% al 62%. En el 2015 llegó a ser del 78%. Situación que debe de haberse mantenido o agravado. Y es imposible revertirla sin reformas de estructura y sin un compromiso de la sociedad. La escuela y la familia son un primer paso.
Acepto que existen patrones culturales que normalizan el acceso al Estado como parte de un emprendimiento económico, clientelar o familiar más. Pero, así como los países se movilizan en todos sus estamentos, por ejemplo, para frenar y sancionar la violencia contra la mujer, algo parecido deberíamos lograr con la corrupción, sobre todo en la política.
Por supuesto que hay reformas constitucionales y legislativas en cola para optimizar la lucha anticorrupción, preventiva y punitivamente. Pero nada reemplazará al impulso, el convencimiento y una acción ciudadana concertada.
La corrupción estructural impide construir país. Esa es la causa. No nos perdamos en los efectos.